Capitulo 28 (Final)

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Alcé la vista. Lena estaba cerca de la pared de lona al lado de Maggie y de Miss Raymond, que se inclinaban para ponerle las manos en el brazo. Cuando Maggie retrocedió capté su mirada y ella vino a mi encuentro con una sonrisa precavida.
—No deberías haber reñido con Lenny —dijo sentándose a mi lado—. No conozco a nadie que tenga la lengua más afilada.
—Lo que ella dice es verdad —dije contrita—. Por afilado que sea —suspiré y, para cambiar de tema, pregunté—: ¿Lo has pasado bien hoy, Maggie?
—Sí —dijo—. Ha sido todo estupendo.
—¿Y quién es esa chica que está con tu Emma? Señalé con un gesto a la mujer rubia que estaba junto a Miss Raymond.
—Mrs. Costello —dijo—. Es la hermana viuda de Emma.
—¡Oh! —Yo ya había oído hablar de ella pero no me esperaba que fuese tan joven y bonita—. Qué guapa es. Qué lástima que no sea... como nosotras. ¿No hay esa esperanza?
—Ninguna me temo. Pero es encantadora. Su marido era el hombre más bueno del mundo, y Emma dice que su hermana desespera de encontrar otro como él. Los únicos que la cortejan resultan ser boxeadores...
Sonreí débilmente; en realidad las cuitas de Mrs. Costello no me interesaban demasiado. Mientras Maggie hablaba yo miraba a Lena. Ahora se había desplazado al extremo más alejado de la carpa sujetando un pañuelo entre los dedos pero con la cara seca y pálida. Por larga y fijamente que yo la mirase, ella rehuía topar con mi mirada.
Casi me había decidido a encaminarme hacia ella cuando de repente hubo un clamor: la mujer del estrado había terminado su discurso y el público aplaudía con desgana. Había llegado el turno de Lex; Maggie y yo nos volvimos y vimos que titubeaba a un costado de la pequeña tarima, que subía la escalera cuando anunciaron su nombre y que ocupaba su puesto en el estrado.
Miré a Maggie gesticulando y ella se mordió el labio. En la carpa se instauró un silencio incompleto. Casi todos los oyentes serios de la tarde se marcharon con aspecto cansado, y sus asientos fueron ocupados por personas indolentes, mujeres que bostezaban y jóvenes alborotadores.
Lex carraspeó delante de aquel auditorio indiferente. Vi que tenía en la mano el texto de su alocución; supuse que para recurrir a él si olvidaba las frases. Tenía la frente perlada de sudor y el cuello rígido. Supe que con la garganta tan tensa y agarrotada no sería capaz de proyectar la voz hasta el fondo de la carpa.

Tosió otra vez y empezó.
—¿Por qué el socialismo? Es la pregunta que me han invitado a comentar con vosotros esta tarde.
Maggie y yo estábamos sentadas en la tercera fila y de las mujeres que había detrás surgió un grito —«¡Habla más alto!»— y una carcajada. Lex volvió a toser y cuando habló de nuevo lo hizo en un tono más alto, pero asimismo ronco.
—¿Por qué el socialismo? Procuraré que mi respuesta sea breve.
—¡Gracias a Dios! —gritó un hombre como yo sabía que gritaría alguien, y Lex recorrió la carpa con una mirada de angustia totalmente descentrado. Vi consternada, que se había perdido y se veía obligado a consultar las hojas que tenía en la mano. Hubo un silencio horrible mientras encontraba el pasaje; cuando volvió a hablar naturalmente, fue para leer el texto como hacía en la sala de Quilter Street.
—¿Cuántas veces habéis oído decir a los economistas que Inglaterra es el país más rico del mundo?...
Empecé sin percatarme a recitar las frases con él, a apuntárselas, pero Lex tropezaba, musitaba y en un par de ocasiones tuvo que ladear la hoja hacia la luz para leerla. Para entonces el público había comenzado a rezongar, a suspirar y a moverse. Vi que el presidente sentado al fondo de la tarima, dudaba de si debía o no levantarse para decirle que o bien hablara más alto o que se callase; vi a Lena, pálida y agitada al ver tan patoso a su hermano, olvidada por el momento de sus propias cuitas. Lex abordó un pasaje de estadísticas:
—Hace doscientos años —leyó—, la tierra y el capital de Inglaterra valían quinientos millones de libras; hoy valen..., valen...
Volvió a inclinar la hoja pero entretanto se levantó un tipo y gritó: «¿Tú qué eres, compadre? ¿Un socialista o un maestro de escuela?» Al oír esto Lex flaqueó como si se hubiera quedado sin resuello. Maggie susurró: «¡Oh, no! ¡Pobre Lex! ¡No aguanto esto!»
—Yo tampoco —dije. Me puse en pie de un salto, confié a Kieran al cuidado de Maggie, fui a los peldaños que había a un lado de la tarima y los subí de dos en dos. El presidente al verme hizo ademán de incorporarse para cortarme el paso, pero le hice una seña de que siguiera sentado y me encaminé con paso resuelto hacia el sudoroso y achantado Lex.
—Oh, Kara —dijo tan al borde de las lágrimas como no le había visto nunca. Le agarré del brazo y se lo apreté muy fuerte y le mantuve en su sitio delante del público. La gente guardaba un momento de silencio; de puro placer creo, al verme acudir de una forma tan dramática en ayuda de Lex. Aproveché la calma para lanzar la voz como un rugido por encima de sus cabezas.
—¿Así que nos os gusta la aritmética? —grité reanudando el discurso donde Lex lo había interrumpido—. Quizás sea difícil pensar en millones; en ese caso, pensaremos en millares. Pensemos en trescientas mil. ¿A qué creéis que me estoy refiriendo? ¿Al sueldo del señor alcalde? —Hubo risitas aquí; había habido un pequeño escándalo un par de años antes a propósito del salario del alcalde. Agradecí a los que se habían reído la oportunidad de dirigirme a ellos—. No, señor —dije—. No estoy hablando de libras, ni tampoco de chelines. Hablo de personas. Hablo de la cantidad de hombres, mujeres y niños que viven en los asilos de pobres de Londres, ¡de Londres! ¡La ciudad más rica del país más rico del imperio más rico del mundo! En este mismo momento en que estoy hablando...
Conforme proseguía las risas se fueron apagando. Hablé de todos los indigentes del país y de todas las personas que morirían en Bethnal Green aquel año, en la cama de un asilo.
—¿Será usted, señor, el que muera en esa cama? —grité; a medida que avanzaba iba adornando la alocución con florituras retóricas—. ¿Será usted, señorita? ¿O será vuestra anciana madre? ¿O aquel niño?
El niño se echó a llorar. Continué:
—¿A qué edad es probable que muramos? —pregunté y miré a Lex; él me miraba sin disimular su estupor; y grité lo bastante alto para que el público me oyese—: ¿Cuál es el promedio de edad a la que mueren Mr. Luthor, los hombres y mujeres de Bethnal Green?
Lex me miró atónito durante un segundo y luego saltó cuando le hube pellizcado el brazo: —¡Veintinueve años!
Me pareció que su tono no era lo bastante alto.
—¿Cuántos? —grité como si yo fuese la vieja de una pantomima y Lex el personaje que me daba la réplica, y él repitió la cifra más fuerte que antes:
—¡Veintinueve años!
—Veintinueve —dije al público—. ¿Y si yo fuera una dama, Mr. Luthor? ¿Si viviera en Hampstead o... en St. John's Wood; si viviera cómodamente de mis acciones de Bryant y May? ¿A qué promedio de edad mueren esas señoras?
—A los cincuenta y cinco —dijo él al instante—. ¡Cincuenta y cinco! Casi el doble de años. —Había retomado el hilo del discurso y apremiado por mi silencio, lo reanudó con una voz casi tan fuerte como la mía—. Porque por cada persona que muere en los barrios más elegantes de la ciudad, mueren cuatro en el East End. Muchos morirán de enfermedades que sus vecinos pudientes saben perfectamente tratar o prevenir. O morirán en sus talleres, víctimas de la maquinaria. O quizás simplemente de hambre. De hecho, una o dos personas morirán esta misma noche de pura inanición en Londres... ¡Y esto después de doscientos años en los que como os dirán todos los economistas, la riqueza de Gran Bretaña se ha multiplicado por veinte! ¡Todo esto en la ciudad más rica de la tierra!
Se oyeron entonces algunos gritos, pero aguardé a que cesaran para continuar el discurso donde Lex lo había interrumpido; cuando volví a hablar lo hice en voz baja y la gente tuvo que encorvarse y aguzar el oído para oírme.

—¿Cuál es la causa de esto? —dije—. ¿Acaso se debe a que los obreros son unos manirrotos? ¿A que nos gastamos el dinero en ginebra y cerveza, en entradas para el music-hall, en tabaco y apuestas en vez de comprar carne para nuestros hijos y pan para nosotros? Veréis que los ricos dicen y ponen por escrito estas cosas. ¿Por eso son ciertas? La verdad es extraña cuando los ricos hablan de los pobres. Pensad lo siguiente: si irrumpimos en la casa de un rico nos llamará ladrones y nos mandará a la cárcel. Si ponemos el pie en su finca, la estamos allanando, ¡y nos lanzará a sus perros! Si nos apoderamos de parte de su oro seremos rateros; si le hacemos pagar para que le devolvamos el oro, ¡seremos timadores y estafadores!
»Pero ¿qué es la riqueza del rico sino un robo llamado con otro nombre? El rico roba a sus competidores; roba la tierra y la rodea con una valla; nos roba la salud y la libertad; roba los frutos de nuestro trabajo ¡y nos obliga a recomprárselos a él! ¿Llama acaso robo y estafa y esclavitud a esto? No: lo llama empresa, talento para los negocios y capitalismo.
»¿Es natural quizás, que los niños mueran por falta de leche? ¿Es natural que las mujeres cosan faldas y abrigos hasta altas horas de la noche en talleres atestados y asfixiantes? ¿Que los hombres y los jóvenes mueran o se queden lisiados para suministrar carbón a vuestras lumbres? ¿Que los panaderos mueran asfixiados al cocer vuestro pan?
Mi voz se había alzado a medida que hablaba y ahora vociferé:
—¿Os parece natural? ¿Os parece justo?
—¡No! —clamaron al unísono centenares de voces—. ¡No! ¡No!
—¡Tampoco a los socialistas! —gritó Lex; había aplastado entre sus dedos las páginas del discurso y las agitó frente al público—. ¡Estamos hartos de que la riqueza y la propiedad vayan a parar directamente a los bolsillos de los ociosos y los ricos! No queremos una porción de esos bienes; las migajas que el rico se digna arrojarnos cuando se le antoja. ¡Queremos transformar la sociedad de cabo a rabo! ¡Queremos que el dinero se utilice y no que se guarde como beneficio! ¡Queremos que crezcan los hijos de las trabajadoras, y que se derriben los asilos de pobres porque nadie los necesita!
Aquí hubo ovaciones y Lex levantó las manos.
—Ahora vitoreáis —dijo—. Es bastante fácil vitorear quizás, cuando hace un día precioso. Pero tenéis que hacer más. Tenéis que actuar. Los que trabajáis, hombres y mujeres por igual, ¡afiliaos a los sindicatos! Los que tenéis voto, ¡utilizadlo! Votad para llevar a los vuestros al Parlamento. ¡Y haced campaña para que vuestras mujeres, vuestras hermanas, hijas y esposas puedan ayudaros con su propio voto!
—Volved a casa esta noche —intervine ocupando el frente del estrado— y preguntaos lo que Mr. Luthor os ha preguntado aquí: «¿Por qué el socialismo?» Y os veréis obligados a responder lo mismo que nosotros. «Porque el pueblo británico», os diréis ha trabajado bajo el capitalismo y el sistema de patronos y sólo ha conseguido ser más pobre y enfermo, desdichado y temeroso. Porque con la caridad y mezquinas reformas no mejoraremos la situación de las clases más débiles, ¡ni mediante impuestos, ni eligiendo un gobierno capitalista tras otro, ni tampoco aboliendo la Cámara de los Lores!, sino por el contrario restituyendo la tierra y la industria al pueblo que las trabaja. Porque el socialismo es el único sistema para lograr una sociedad justa: ¡una sociedad en que las cosas buenas del mundo las compartan no los holgazanes, sino vosotros, los trabajadores que habéis enriquecido a los ricos a costa de vuestra salud y vuestra hambre!
A unos segundos de silencio le siguió una salva de aplausos atronadores. Vi que Lex tenía las mejillas coloradas y las pestañas húmedas de lágrimas y le cogí de la mano y se la levanté. Y cuando por fin amainó el clamor, miré a Lena que se había reunido con Maggie y Kieran y me estaba mirando con los dedos en los labios.
El presidente se aproximó a nosotros por detrás para estrecharnos la mano; después bajamos del estrado y nos vimos rodeados de sonrisas, felicitaciones y nuevos aplausos.
—¡Qué triunfo! —exclamó Maggie, la primera que se adelantó a recibirnos—. Lex, ¡has estado magnífico!
Él se sonrojó.
—Todo el mérito es de Kara —dijo cohibido. Maggie se volvió hacia mí, con una sonrisita.
—¡Bravo! —dijo— ¡Qué actuación! ¡Si hubiera tenido una flor, te la habría lanzado!
Pero no pudo decir más porque detrás de ella venía una anciana que avanzó reclamando mi atención. Era Mrs. Macey de la Liga Cooperativa de Mujeres.
—Querida —me dijo—. ¡Debo felicitarla! ¡Un discurso realmente espléndido! Me han dicho que fue usted actriz en otro tiempo... —¿Ah, sí? —dije—. Sí, lo fui.
—Pues no podemos tener talentos como el suyo en nuestras filas y desaprovecharlos, ¿sabe? Diga por favor, que hablará otra vez para nosotras. Un orador carismático puede hacer maravillas con un público indeciso.
—Lo haré con mucho gusto —dije—. Pero verá, el discurso lo tienen que escribir ustedes...
—¡Claro, claro! —Juntó las manos y elevó los ojos—. ¡Oh! Preveo reuniones y debates, y hasta ¿quién sabe?, ¡una gira de conferencias!
Al oír esto la miré con alarma un segundo; luego advertí que quería hablarme una figura a mi lado y al volverme me encontré con la hermana de Miss Raymond, Mrs. Costello, excitada y con aire de sofoco.
—¡Qué maravilloso discurso! —dijo tímidamente—. Casi se me han saltado las lágrimas.
Su hermoso rostro estaba en efecto pálido y grave, y sus ojos grandes, azules y brillantes. Volví a pensar lo que había pensado: qué lástima que no fuese lesbiana... Pero entonces me acordé de lo que Maggie había dicho de ella: que había perdido un marido encantador y buscaba otro.
—Muy amable por su parte —dije seriamente—, pero verá, en realidad quien merece sus elogios es Lex Luthor, porque él ha escrito el discurso.
Extendí el brazo hacia Lex y le obligué a acercarse.
—Lex —dije—. Te presento a Mrs. Costello, la hermana viuda de Miss Raymond. Le ha gustado mucho tu discurso.
—Es verdad —dijo ella. Tendió la mano y Lex la estrechó parpadeando al mirarle la cara—. Siempre me ha parecido que el mundo es terriblemente injusto — prosiguió ella—, pero hasta hoy me sentía impotente para cambiarlo...
Las manos de ambos seguían unidas sin que se percataran. Les dejé a solas y me reuní con Maggie, Miss Raymond y Lena. Maggie me puso la mano en el hombro.
—Una gira de conferencias, ¿eh? —dijo—. ¡Nada menos! —Se volvió hacia Len—. Y a ti, ¿qué te parecería?
Lena no me había sonreído desde que yo había descendido del estrado y tampoco me sonrió ahora. Cuando por fin habló lo hizo con una expresión triste, grave y casi desconcertada, como asombrada de su propia aspereza.
—Me parecería estupendo —dijo— si pensara que Kara siente lo que dicen los discursos y no se limita a repetirlos como un maldito loro.
Maggie incomodada miró a Miss Raymond y dijo:
—Oh, Lenny, por favor...
Yo no dije nada, pero miré a Lena fijamente durante un segundo y luego desvié la mirada con el corazón compungido y empañado mi placer por el discurso y los gritos del público.
La carpa estaba ahora en silencio; no había ningún orador en la tarima y la gente había aprovechado la pausa para salir al sol y al bullicio del parque. Miss Raymond dijo alegremente:
—Vamos a sentarnos, ¿os parece?
Pero cuando nos movimos para ocupar una fila de asientos vacíos una niña llegó al trote y me abordó.
—Disculpe, señorita —dijo—. ¿Es usted la chica que ha dado la conferencia? — Asentí—. Hay una señora ahí fuera que me manda a decirle si no le importaría salir a hablar con ella. Maggie se rió y enarcó las cejas.
—¿Otra gira de conferencias quizás? —dijo. Miré a la niña titubeando.
—¿Una señora dices?
—Sí, señorita —dijo ella con firmeza—. Una señora. Vestida muy elegante, con los ojos tapados detrás de un velo colgado del sombrero.
Sobresaltada lancé una mirada rápida a Lena. Una mujer con velo: sólo podía ser una persona. Andrea debía de haberme visto hablando en el estrado y me buscaba para... ¡A saber con qué extraño propósito! La idea me hizo temblar. Miré a la niña cuando ya se marchaba y Lena se removió en su asiento y me clavó la mirada. En el rincón de la carpa había un cuadrado de sol donde la lona había sido retirada para hacer una entrada. La luz era tan viva que tuve que entrecerrar los ojos y parpadear para mirarla. En un borde del cuadrado de luz había una mujer con la cara cubierta como la niña había dicho por un sombrero de ala ancha y una redecilla. Al examinarla, ella alzó los brazos hacia el velo y lo levantó. Entonces le vi la cara.
—¿Por qué no te vas con ella? —oí decir a Lena con frialdad—. Seguro que ha venido a pedirte que vuelvas a St. John's Wood. Allí no tendrás que volver a pensar en el socialismo...
Me volví hacia ella y al ver lo pálidas que estaban mis mejillas su expresión cambió.
—No es Andrea —susurré—. ¡Oh, Len! No es Andrea... Era Imra.
Por un momento me quedé sin habla. Aquella tarde había visto a dos antiguas amantes, y allí estaba la tercera... o mejor dicho, la primera de ellas; mi primer amor; mi único amor verdadero; mi amor auténtico, el mejor de todos..., el que me había partido el corazón de tal manera que parecía no haber latido normalmente desde entonces...
Fui hacia Imra sin volver a mirar a Lena y al pararme frente a ella me froté los ojos por el sol..., y así cuando la miré de nuevo, la vi rodeada de mil puntos de sol que bailaban.
—Kar —dijo Imra y sonrió, algo nerviosa—. ¿No me has olvidado, espero?
La voz le temblaba un poco, como a veces le ocurría en instantes de pasión. Su acento era más puro y con un timbre un poco menos claro de lo que yo recordaba.
—¡Olvidarte! —dije recobrando la voz—. No. Sólo estoy muy sorprendida de verte.
La miré y tragué saliva. Tenía los ojos tan vivaces como siempre, las pestañas igual de oscuras y los labios igual de rosas... Pero vi al instante que había cambiado. Un par de arrugas en la frente y al lado de la boca delataban los años que habían pasado desde que fuimos novias, y se había dejado crecer el pelo que ahora se le ondulaba encima de las orejas en un gran bucle lustroso. Con las arrugas y el pelo ya no parecía el más guapo de los chicos; tal como había dicho la niña que me envió parecía una señora.
Imra me inspeccionaba al mismo tiempo que yo a ella. Finalmente dijo:
—Estás muy distinta de la última vez que te vi...
Me encogí de hombros.
—Claro. Entonces tenía diecinueve años. Ahora tengo veinticinco. —Veinticinco dentro de dos semanas —respondió y le tembló un poco el labio—. Ya ves que me acuerdo de eso.
Yo también me sonrojé y no pude responderle. Miró más allá de mí hacia la carpa.
—Puedes imaginarte mi sorpresa —dijo— cuando he entrado hace un momento y te he visto en el estrado. ¡Nunca hubiera creído que acabarías en una tarima dentro de una carpa hablando de los derechos de los trabajadores!
—Yo tampoco —dije. Sonreí y ella también—. ¿Cómo es que has venido? —le pregunté.
—Vivo en Bow. Toda la semana me han estado diciendo que tenía que venir al parque este domingo porque habría algo fantástico.
—¿De veras?
—¡Oh, sí!
—Y, entonces..., ¿has venido sola? Apartó velozmente la mirada.
—Sí, Mike está en Liverpool hoy. En viaje de negocios. Tiene acciones en una sala de allí y ha alquilado una casa. Me reuniré con él cuando esté lista.
—¿Seguís trabajando en teatros?
—No tanto. Teníamos..., hacíamos un número juntos...
—Lo sé —dije—. Os vi. En el Middlesex. Se le agrandaron los ojos.
—¿Cuando te encontraste con Billy-Boy? Oh Kar, ¡si hubiera sabido que nos estabas viendo! Cuando Bill dijo que te había visto...
—No me quedé mucho tiempo —dije.
—¿Tan malo era el número? —Sonrió, pero yo moví la cabeza.
—No era tan...
Se le nubló la sonrisa. Dije al cabo de una pausa:
—¿Cómo es eso de que ya no trabajáis tanto?
—Bueno, Mike es gerente ahora. Y además..., en fin no lo divulgamos, pero estuve bastante enferma. —Vaciló—. Iba a tener un hijo...
La idea en todos los sentidos me resultaba horrible.
—Lo siento —dije.
Ella le quitó importancia.
—Mike se quedó decepcionado. Pero ya casi lo hemos olvidado. Sólo significa que ya no soy tan fuerte como antes...
Guardamos silencio. Miré por un segundo al gentío y luego de nuevo a Imra. Se había puesto colorada. Dijo:
—Kar, Bill me dijo que cuando te vio aquel día ibas vestida de..., bueno, de chico.
—Sí. Es verdad. De los pies a la cabeza.
Ella se rió y a la vez frunció el ceño sin comprender.
—Dijo también que vivías con..., con una...
—Con una mujer. Sí.
Se ruborizó aún más.
—¿Y... sigues con ella?
—No. Ahora... vivo con una chica, en Bethnal Green.
—¡Oh!
Titubeé, pero luego hice lo que había hecho con Tess dos horas antes. Me interné un poco en la sombra de la carpa y Imra me siguió.
—Aquella de allí —dije señalando hacia las sillas delante del estrado—. La chica con el niño.
Maggie y Miss Raymond se habían ido y Lena estaba sentada sola. Cuando yo señalaba hacia ella me miró y miró con gravedad a Imra. Ésta soltó otro pequeño «¡Oh!», con una sonrisa nerviosa.
—Es Lena —dije—, la socialista que me ha metido en todo esto...
Mientras yo hablaba Lena se quitó el sombrero: sin dilación Kieran empezó a tirar de las horquillas que sujetaban el pelo de Len y a retorcerle los rizos entre sus dedos. Los tirones de Kieran la hicieron enrojecer. La contemplé un rato y vi cómo ella miraba a Imra; cuando me volví hacia ésta descubrí que me estaba mirando con una expresión más bien rara.
—No puedo dejar de mirarte —dijo con una sonrisa insegura—. Cuando te fuiste, al principio estuve segura de que volverías. ¿Adónde fuiste? ¿Qué hiciste? Te buscamos por todas partes. Y como no supimos nada de ti, pensé que nunca volvería a verte. Pensé, ¡oh, Kar!, pensé que te habrías hecho daño a ti misma.
Tragué saliva.
—Tú me lo hiciste Imra. Tú fuiste la que me hizo daño.
—Ahora lo sé. ¿Crees que no lo sé? Me avergüenza incluso hablar contigo.
Siento tanto lo que sucedió.
—Ya no hace falta que lo sientas —dije torpemente. Pero ella continuó como si no hubiese oído: que lo sentía muchísimo; que lo que había hecho era imperdonable. Que lo lamentaba tanto, tantísimo...
Moví la cabeza.
—¡Oh! —dije—. ¿Qué importa todo eso ahora? ¡No importa nada!
—¿No? —dijo ella. Sentí que el corazón se me desbocaba. Como no contesté sino que sólo seguí mirándola, ella dio un paso hacia mí y empezó a hablar muy bajo y rápido—. Oh, Kar, no sabes las veces que he pensado en buscarte y en lo que te diría cuando te encontrase. ¡No puedo marcharme sin decírtelo!
—No quiero oírlo —dije con un terror súbito; creo que hasta me tapé los oídos con las manos para no captar el sonido de sus murmullos. Pero ella me cogió del brazo y me habló a la cara.
—¡Tienes que oírlo! Tienes que saberlo. No debes pensar que hice lo que hice sin más, irreflexivamente. No debes pensar que no... me partió el corazón.
—¿Por qué lo hiciste entonces?
—¡Porque fui una estúpida! Porque creí que mi vida en el escenario era lo que más quería en el mundo. Porque pensé que sería una estrella. Porque, por supuesto, ni siquiera pensé que te perdería de verdad...
Vaciló. Fuera de la carpa reinaba la algarabía: niños que corrían gritando, gente de los puestos que vociferaba y discutía; banderas y prospectos ondeaban a la brisa de mayo. Tomó aliento. Dijo:
—Kar, vuelve conmigo.
Vuelve conmigo... Una parte de mí corrió hacia ella en el acto, saltó hacia ella como un alfiler hacia un imán: creo que esa misma parte de mi ser iría hacia ella, correría hacia Imra todas las veces que me lo pidiese.
Otra parte sin embargo, recordó, y todavía recuerda.
—¿Volver contigo? —dije—. ¿Contigo, que eres la mujer de Mike?
—Eso no significa nada —dijo rápidamente—. Ahora no hay nada... así entre él y yo. Si tuviéramos un poco de cuidado...
—¡Cuidado! —dije; la palabra me había estremecido—. ¡Cuidado! ¡Cuidado! Es lo único que he conocido contigo. ¡Teníamos tanto cuidado que podríamos habernos muerto! —Me zafé de su contacto—. Ahora tengo otra chica que no se avergüenza de ser mi pareja.
Pero Imra se me acercó y volvió a agarrarme del brazo.
—¿Esa chica con el niño? —dijo haciendo una señal hacia la carpa—. No la quieres, lo veo en tu cara. No como me quisiste a mí. ¿No te acuerdas de cómo era? Fuiste mía antes que de nadie; me perteneces. No le perteneces a ella ni a su gente que habla de todas esas paparruchas políticas. ¡Mira tu ropa, lo fea y barata que es! Mira a esa gente de alrededor: ¡huiste de Midvale para alejarte de personas así!
La miré un segundo con una especie de estupor; luego obedecí y paseé la mirada alrededor de la carpa; miré a Maggie y a Miss Raymond; a Lex que parpadeaba todavía colorado al mirar la cara de Mrs. Costello; a Nora y a Ruth, que estaban al lado de la tarima con otras chicas a las que yo había visto en El Chico en la Barca. En una silla, al fondo de la carpa —hasta entonces yo no había advertido su presencia—, estaba sentada Tess enlazada del brazo con su novia de hombros anchos; cerca de ellas estaba una pareja de amigos sindicalistas de Lex; me saludaron cuando me vieron mirándoles y alzaron un vaso. Y, en medio de todos ellos, estaba Lena. Tenía la cabeza todavía agachada hacia donde le tironeaba Kieran: le había soltado el pelo hasta los hombros y ella había levantado las manos para liberarse de los dedos del niño. Estaba colorada y sonriente pero incluso mientras sonreía alzó los ojos hacia mí y vi lágrimas en ellos —quizás sólo a causa de los tirones de Kieran— y por detrás de las lágrimas, algo parecido a la desolación que yo no creía haberle visto nunca.
No pude corresponder a su sonrisa. Pero cuando volví a mirar a Imra, mi mirada era serena y mi voz cuando hablé perfectamente firme.
—Te equivocas —dije—. Pertenezco a esto ahora: ellos son mi gente. Y en cuanto a Lena mi novia, la quiero más de lo que sabría expresar; no lo he sabido hasta este momento.
Imra me soltó el brazo y retrocedió como si la hubiesen golpeado.
—Dices todo esto para mortificarme —dijo sin resuello—, porque todavía estás dolida... Meneé la cabeza.
—Lo digo porque es verdad. Adiós, Imra.
—¡Kar! —exclamó cuando hice ademán de marcharme. Me volví.
—No me llames así —dije irritada—. Nadie me llama así ahora. No es mi nombre ni nunca lo ha sido.
Ella tragó saliva, avanzó hacia mí y dijo con una voz más baja y un tono contrito.
—Kara pues. Escúchame. Todavía guardo todas tus cosas. Todo lo que dejaste en Stamford Hill.
—No las quiero —dije al instante—. Guárdalas o tíralas: me es indiferente. —¡Hay cartas de tu familia! Tu padre vino a Londres a buscarte. Siguen mandándome cartas, preguntando si sé algo...
¡Mi padre! Al ver a Andrea había tenido una visión de mí misma en una cama de seda. Ahora con mayor nitidez vi a mi padre con el delantal que le llegaba hasta las botas; vi a mi madre, a mi hermano y a Alex. Vi el mar. Los ojos empezaron a picarme, como si tuvieran sal.
—Devuélveles las cartas —dije roncamente y pensé: Les escribiré y les hablaré de Lena. Y si no les gusta..., bueno, al menos sabrán que estoy a salvo y feliz...
Imra se me aproximó y bajó la voz aún más.
—También está el dinero —dijo—. Te lo hemos guardado. Kar, ¡hay casi setecientas libras tuyas!
Moví la cabeza: me había olvidado del dinero.
—No tengo nada en que gastarlo —dije sin más. Pero al decirlo me acordé de Tess a la que había robado, y pensé de nuevo en Lena: me la imaginé arrojando setecientas libras, moneda a moneda en los cepillos de caridad del este de Londres. ¿Así me amaría más que a Samantha?
—Puedes mandarme el dinero también —le dije a Imra; y le di mi dirección, ella asintió y dijo que la recordaría.
Cruzamos las miradas. Sus labios estaban húmedos y ligeramente separados; se había puesto pálida y resaltaban sus pecas. Pensé sin querer en aquella noche en el Canterbury Palace en que la conocí y aprendí a quererla, y ella me besó la mano y me llamó «sirena» y pensó en mí como no hubiera debido. Tal vez a ella le asaltó el mismo recuerdo porque dijo:
—Entonces, ¿vamos a acabar así? ¿No me dejarás volver a verte? Podrías visitarme...
Meneé la cabeza.
—Mírame —dije—. Mira mi pelo. ¿Qué dirían tus vecinos si fuera a visitarte? Te daría miedo pasear conmigo por la calle, ¡que algún hombre nos señalase con el dedo!
Se ruborizó y le vibraron las pestañas.
—Has cambiado —repitió; y yo sólo respondí:
—Sí Imra, he cambiado.
Levantó las manos para bajarse el velo.
—Adiós —dijo.
Asentí con un gesto. Ella se dio media vuelta y mientras yo la observaba alejarse descubrí que estaba levemente dolorida, como de mil contusiones que cicatrizaban...
¡No puedo dejarla ir de esta manera!, pensé. Imra estaba todavía muy cerca cuando di un paso para entrar en el ruedo de sol y miré alrededor. En el césped al lado de la carpa, había una especie de guirnalda o enramada, restos de algún ornamento que se había desprendido o lo habían desechado. Contenía rosas: me agaché y arranqué una; llamé a un chico que ganduleaba por allí, le entregué la flor, le di un penique y le dije lo que quería que hiciese. Luego volví a la sombra de la carpa detrás de la pared de lona ondulada y observé. El chico corrió en pos de Imra; vi que ella se volvía al oír que él la llamaba y se inclinó para escuchar el mensaje. Él le tendió la rosa y apuntó con el dedo hacia donde yo estaba escondida. Imra giró la cara hacia mí y tomó la flor; el chico se marchó corriendo a gastar la moneda, pero ella permaneció inmóvil con la rosa en sus dedos unidos y enguantados y oscilando un poco la cara cubierta por el velo mientras trataba de localizarme. No creo que me viese, pero debió de adivinar que la estaba espiando porque al cabo de un minuto inclinó la cabeza en mi dirección: la reverencia más leve, triste y espectral de las que se hacen ante las candilejas. Después dio media vuelta y enseguida la perdí de vista entre el gentío.
Yo también me di la vuelta y me dirigí a la carpa. Primero vi a Tess, que salía al sol, y luego a Lex y a Mrs. Costello caminando juntos y muy despacio. No me paré a hablar con ellos; sólo les sonreí al pasar, y me encaminé con paso decidido hacia la fila de sillas donde había dejado a Lena.
Pero al llegar allí Lena no estaba. Y al mirar alrededor no la vi en ninguna parte.
—Maggie —dije, pues ella y Miss Raymond se habían desplazado para sumarse al grupo de marimachos al pie del estrado—. Maggie, ¿dónde está Len?
Ella miró por la carpa y se encogió de hombros.
—Estaba aquí hace un minuto —dijo—. No la he visto marcharse.
En la carpa sólo había una salida: debía de haberla franqueado mientras yo seguía con la mirada a Imra tan preocupada que no me fijé en ella...
Sentí que el corazón me daba un brinco: tuve de pronto el presentimiento de que si no la encontraba de inmediato la perdería para siempre. Salí corriendo de la carpa al parque y miré como una loca en derredor. Reconocí a Mrs. Macey entre la multitud y me dirigí hacia ella. ¿Había visto a Lena? No la había visto. Vi otra vez a Mrs. Fryer: ¿había visto a Lena? Creyó que la había atisbado un momento antes, caminando con el niño hacia Bethnal Green...
No me entretuve en darle las gracias; salí pitando, me abrí paso a codazos entre la muchedumbre, tropecé y maldije y sudé de pánico y de urgencia. Volví a pasar por delante del tenderete de Shafts, y esta vez no giré la cabeza para ver si Andrea seguía allí con su nuevo chico sino que lo rebasé aprisa buscando una vislumbre de la chaqueta de Lena, de su pelo reluciente o de la cinta de Kieran.
Al fin dejé atrás al grueso de la multitud y llegué a la mitad occidental del parque, cerca del lago con barcas de remo. Allí, haciendo caso omiso de los discursos y los debates que se estaban desarrollando dentro de las carpas y alrededor de los puestos, chicos y chicas remaban o nadaban, gritando, salpicando y retozando. Allí había también una serie de bancos, y en uno de ellos —¡a punto estuve de gritar al verlo!— estaba Lena sentada con Kieran a una cierta distancia hundiendo las manos y el fleco de los faldones en el agua del lago. Me paré un momento a recobrar el aliento, quitarme el sombrero y enjugarme la frente y las sienes sudorosas; después, me acerqué despacio.
Kieran me vio primero y me saludó con la mano y un grito. Al oírlo, Lena alzó la vista encontró mi mirada y tragó saliva. Se había quitado la margarita del ojal y sus dedos jugueteaban con el tallo. Me senté a su lado y descansé el brazo en el respaldo del banco de tal modo que mi mano le rozaba el hombro.
—Pensaba —dije sofocada— que te había perdido... Ella miró a Kieran.
—Te he visto hablando con Imra.
—Sí.
—Dijiste..., dijiste que no volvería nunca. Parecía tremendamente triste.
—Lo siento Len. ¡No sabes cómo lo siento! Sé que no es justo que ella volviera y que Samantha nunca... Ella giró la cabeza.
—¿Ha venido a... pedirte que vuelvas con ella? Asentí.
—¿Te importaría que me fuese? —pregunté con voz suave.
—¿Que te fueses? —Tragó saliva—. Pensaba que ya te habías ido. He visto la expresión en tu cara...
—¿Y te ha importado? —repetí. Ella miró la flor entre sus dedos.
—Había decidido marcharme a casa. No parecía haber un motivo para quedarme, ¡ni siquiera Eleanor Marx! Pero al llegar aquí he pensado: ¿qué voy a hacer en casa si ella no está...?
Dio otro giro a la margarita y unos cuantos pétalos cayeron y se le adhirieron a la lana de su falda. Miré al parque alrededor, volví a mirar a Lena y empecé a hablarle con voz queda y seria, como si luchara por mi vida.
—Len —dije—, tenías razón en lo que has dicho antes sobre lo del discurso con Lex. No era mío, no sentía las palabras..., no al menos, cuando las decía. —Hice una pausa y me llevé una mano a la cabeza—. ¡Oh! Me siento como si hubiera estado repitiendo palabras de otros toda mi vida. Y ahora que quiero hablar por mí misma no sé cómo hacerlo.
—Si lo que no sabes es cómo decirme que te vas...
—Lo que no sé es cómo decirte que te quiero —dije—; cómo decirte que lo eres todo para mí; que tú y Lex y Kieran sois mi familia, que nunca podría abandonaros aunque haya sido tan indiferente con la mía propia. —La voz se me puso ronca; ella me miró y como no dijo nada seguí hablando—. Imra me partió el corazón..., ¡hasta pensaba que me lo había matado! Pensaba que sólo ella podría curármelo, y por eso he estado cinco años deseando que volviese. Durante cinco años apenas me he permitido pensar en ella por miedo a volverme loca de pena. Ahora que ha aparecido y me ha dicho todas las cosas que yo soñaba que me diría, descubro que mi corazón ya está curado gracias a ti. Me lo ha descubierto Imra. Ésa ha sido la expresión que has visto en mi cara.
Levanté la mano para rascarme un cosquilleo que sentí en la mejilla y al tocarla noté que estaba húmeda de lágrimas.
—¡Oh, Len! —dije— Dime sólo..., dime sólo que me dejarás quererte y estar contigo. Que me dejarás ser tu novia y tu camarada. Sé que no soy Samantha...
—No, no eres Sam —dijo—. Creí que sabía lo que significaba aquello, pero lo ignoraba hasta que te he visto mirar a Imra y he pensado que te perdería. He añorado a Sam durante tanto tiempo que he llegado a creer que desear algo era sólo otra manera de desearla a ella, pero ¡oh!, qué diferente me ha parecido ese deseo cuando he sabido que te deseaba a ti, a ti sólo, sólo a ti...
Me acerqué más a ella; el programa que tenía en el bolsillo emitió un crujido y me acordé de la romántica Miss Skinner y de todas las chicas sin amigos que Tess me había dicho que estaban enamoradas de Len en Freemantle House. Abrí la boca para decírselo; después preferí abstenerme de momento, por si ella no lo había advertido. Miré de nuevo el parque con su muchedumbre alegre, sus carpas y tenderetes, las cintas, las banderas y pancartas, y entonces me pareció que era la pasión de Lena, y sólo ella, la que había infundido vida a todo el parque. Volví a mirarla, tomé su mano en la mía, aplastamos la margarita entre nuestros dedos y — sin fijarme en si alguien nos veía— me incliné para besarla.
Kieran seguía acuclillado y tenía el dobladillo hundido en el agua del lago. El sol de la tarde arrojaba largas sombras sobre la hierba pisoteada y aplastada. De la carpa de oradores se elevó una ovación amortiguada y una salva creciente de aplausos.
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Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora