Para Thérèse había sido difícil no evocar aquel recuerdo dulce con su amado, ver a ambos jóvenes en la cocina le había removido el lugar de sus memorias un poco más que otros días. Tanto así que aquella noche soñó con él, y se había sentido tan agradecida y desolada al mismo tiempo. No podía evitar recordar aquellos días, donde se regocijaba en los brazos de su amor.
—¿Qué es lo que más extrañas de allá?— preguntaba la joven con la cabeza apoyada en el hombro del varón.
—Sin duda, escuchar algo de Queen. Aquí la música me aburre un poco. Y la ropa, detesto andar con estos trajes tan incómodos.
Frente a ellos fluía con calma el río Sena, testigo de su naciente amor. La luna se reflejaba en la superficie de este, como si alargados rayos de plata se desparramaran junto al agua. Tatuando las palabras de ambos jóvenes. La paz absoluta que reinaba en ese momento, la quietud del ambiente, la ausencia de la multitud hacía que pareciera una fotografía, como si el tiempo se detuviera sólo para aquellos amantes.
—Piero, te quiero— cada vez que su amada pronunciaba aquellas palabras, el corazón del muchacho saltaba entusiasmado.
—Thérèse, bellissima mia. Te amo— la atrajo hacia sí y la besó, sujetándola por la cintura mientras ella entrelazaba sus brazos tras la nuca de su amado.
Un par de meses habían pasado desde que él le confesó su procedencia, y pese a que la mujer dudó un momento, le creyó, porque no había manera de explicar sus comportamientos tan extraños, la ropa tan peculiar con la que le había encontrado aquel día en la plaza y su manera tan despreocupada de ser. Y a Thérèse le encantaba esa manera en él, tan ido siempre en sus pensamientos, tan cercano y cálido con ella, lo locuaz que se colocaba por las noches, y sus expresiones en italiano.
Amaba también sus ojos, verdes, profundos, atentos. Su cabello castaño y ligeramente rizado, besar a Piero y sujetar su cabello era el paraíso. Piero era todo lo que Thérèse necesitaba para vivir, podría estar sin comer, sin dormir, despojada hasta de sí misma, pero no de él. No imaginaba una vida sin él, él llenaba su vida de colores, de luz y afecto. Y también sabía darle la soledad cuando la necesitaba, no había nadie que la entendiese y la tratase como él. Estaba acostumbrada a ver a su madre y tías siempre quejarse de sus maridos, de lo desplazadas que las tenían y de cómo muchas veces se sentían una empleada en lugar de una esposa. Pero Piero, Piero la trataba como una compañera, y con la delicadeza que se trata un vaso del más fino cristal. Sus familiares le decían que eso solo duraría hasta que se casaran, con el matrimonio todo se volvía rutinario, soporífero y cansador, hasta las caricias que antes parecían deshacer la piel ahora eran hastiosas. Que el amor se acababa.
Sin embargo, Thérèse nunca fue tan feliz como lo fue en su matrimonio. Y es por eso que siempre le estaría agradecida a John, quién años después se convertiría en el alcalde de Biarritz, él era un joven estudiante de leyes en París, el cual le concedió los documentos necesarios a Piero para poder vivir como un ciudadano más en aquella época. Si no hubiera sido por él, Thérèse tendría que haberse conformado con una boda simbólica.
El día que abrieron la imprenta toda la familia se juntó para celebrar la inversión del joven matrimonio, ellos vivían una vida plena. Thérèse se sentaba a leer los libros que llegaban, con un té y un par de galletas de mantequilla. Acompañando en sus extraños experimentos a su esposo, quién tenía una pequeña habitación de la casa habilitada para él y sus instrumentos. Eran tan felices.
Cuando nació su hija fue el día más dichoso para ambos, de alguna forma veían todo su profundo y apasionado amor materializado en su bebé. Con su pequeña naricita, las pelusas en su cabeza, y frágil cuerpo calentito. Dormir los tres juntos, cuidando de su pequeña. Se turnaban para pasearla por la casa en las madrugadas. Durante el día acompañaban ambas a Piero en su laboratorio, los ojos de su hija eran curiosos, y con sus manos estiradas demostraba las ganas que tenía de descubrir todo a su alrededor.
Ese día fue el más devastador para Thérèse, la lluvia caía ligera, estaba todo quieto y silencioso. Solo se escuchaban las manos trabajando de su esposo, el ambiente se encontraba en un estado de sosiego. Sin embargo, había una ligera brisa de tristeza, como un presagio de que algo no estaba bien. Y es que nada estuvo bien desde que una gran luz y una especie de agujero absorbió a su eterno amante. Ni siquiera pudo ver su rostro y escuchar su voz una última vez en forma de despedida. Era lo que más le dolía. Ya ni recordaba cuantos días, semanas o meses le había llorado, le dolía el corazón, el alma, la vida. Le extrañaba cada noche, la cama se sentía vacía sin él, la casa se sentía apagada, al igual que ella. ¿Piero se había ahogado? claro que se había ahogado, en la oscuridad que lo arrastró y lo alejó de ella. Ir a su funeral, con un ataúd vacío, sabiendo que él no estaba muerto, sino que todavía ni nacía, era agotador. Y también lo era esperar cada día la posibilidad de que apareciera de nuevo, con sus ropas extrañas y esa sonrisa cautivadora.
Pero Thérèse no podía desistir, ahora tenía una hija, el fruto de su amor. Tenía que mantenerse aquí por ella, porque la amaba. Sin embargo, debía alejarse de París. Cada rincón, calle y plaza le recordaba a él. A los momentos compartidos, a los múltiples besos disfrutados en la oscuridad de la ciudad, a las eternas conversaciones frente al río Sena.
Emigrar a Biarritz le ayudó a sobrellevar la melancolía. La imprenta la dejó a cargo de su hermano menor, era honesto y fiel, confiaba en que cuando su hija, Nicole, cumpliera la mayoría de edad él se encargaría de entregársela a ella. La tranquilidad de la pequeña urbe era muy distinta a todo el movimiento que vivió en París, y no quería volver ahí otra vez, no volvería a menos que él se lo pidiese, a menos que él regresara y la envolviera en su cálido amor nuevamente. Había días que sentía que le odiaba por irse, esos días la oscuridad la rodeaba, la tristeza, nostalgia e impotencia se adueñaban de su ser provocándole un desgano crítico.
Pero poco a poco todos esos sentimientos se volvían más tolerables, al escuchar la risa de su pequeña, los ojitos que esta le hacía y el calor de su cuerpecito por las noches le tranquilizaba el corazón y la llenaba de un amor diferente, incondicional.
Es por eso que Thérèse sintió un pequeño temor por su nieto, porque ella sabía que Astrid era como su esposo, que había una posibilidad de que le arrebatara el corazón y luego destrozarlo con su ausencia. Sin embargo, no quería impedirle de vivir un amor como el suyo, tan acaparador, bello y sublime.
Hola! hoy desperté pensando en la Thérèse, por eso quise subir este cap. Espero que lo hayan disfrutado <3 muchos besitos para ustedes
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TIME | Timothée Chalamet [ EN EDICIÓN ]
RomanceEn un tiempo existe él y no ella, en otro existe ella y no él. Sólo les separaban ciento diez años y el tiempo nunca había sido tan transcendental. "Estar o no estar contigo es la medida de mi tiempo". Historia Completa.