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—¿Esa ridiculez es tu excusa para alejarte de mí?— soltó Timothée ásperamente, dejando sola a la joven ahí, caminando lo más rápido que sus pies se lo permitían. Se sentía enteramente frustrado, no la entendía, ¿por qué le mentía de una forma tan estúpida? hubiera sido mejor si le decía francamente que no quería seguir en lo que fuera que tuvieran.

Los días siguientes la evitó a toda costa, hasta sus pequeños estudiantes se habían dado cuenta que algo pasaba en el ánimo de sus maestros, él se iba siempre unos diez minutos antes y Astrid tampoco le seguía, Thérèse le había dicho que él necesitaría tiempo, pero le era tan difícil a la castaña, porque estaba segura de que Timothée no había tomado en serio ningún segundo lo que ella le había confesado. Le buscaba la mirada en las cenas, en las escaleras, en cualquier parte que se lo cruzara, para terminar, siendo completamente ignorada, con aquella pesadumbre que se posaba en su pecho, siendo víctima de los desaires del muchacho. ¿Por qué él había pensado que ella quería alejarse de él?, Astrid estaba segura de que le había demostrado bien las ganas que tenía de estar con él, conversar, pasear, abrazarlo, besarle; no podía parar de recordar aquella noche que conoció el du palais, ahora solo parecía un sueño, una memoria ligeramente empañada con el vapor del distanciamiento.

Astrid se sentía despojada de lo único que la hacía querer permanecer ahí. Timothée era su único amigo, era quien la animaba en sus días grises, quien la escuchaba divagar en sus conversaciones sobre el espacio, quien con solo un toque de sus manos era capaz de envolverla en su aura completamente, pero ahora el joven parecía incluso arrepentido de haberla conocido; una semana había pasado en el desprecio del muchacho, que sumado al constante recuerdo de sus padres solo estaba acabando con el poco optimismo que aún quedaba en el cuerpo de Astrid. Hasta Ágnes se había dado cuenta de su paulatino decaimiento, la mujer había dejado de mandarla a realizar demasiadas cosas, en contraste con el incesante deseo de la muchacha de querer hacer hasta lo más mínimo para mantener su mente ocupada.

Si Astrid había sido capaz de inventar aquella ridícula excusa para alejarlo, él le daría lo que ella anhelaba. Tenía tantas ganas de correr hacia ella y abrazarla, rogarle que no lo apartara, suplicarle que lo aceptara, que él intentaría lo que fuese para hacerla feliz; pero el muchacho prefería optar por mantener su orgullo, la poca dignidad que creía que le quedaba. No podía obligar a Astrid a quererle, así que mantener las cosas así era mejor para ambos.

—Timothée, quiero hablar contigo. Ven a mi habitación, por favor— habló Thérèse en un tono molesto. La mujer se había dado cuenta del apático comportamiento de su nieto para con la jovencita, y creía que ya estaba siendo un tanto cruel. Cada vez que Astrid hablaba algo en la cena, su nieto rodaba los ojos en señal de desagrado. Si Ágnes decía que algún plato lo había cocinado la muchacha, entonces Timothée evitaba siquiera de tocarlo. Estaba siendo un inmaduro. Ella debía ayudarles un poco, y si eso significaba tener que contarle la historia de su abuelo, lo haría.

Astrid estaba apoyada en la ventana del pasillo del segundo piso, podía ver como los pajarillos se paseaban de una rama a otra, como los rayos del sol se filtraban sutilmente entre las hojas del olivo e irradiaban ese calor anaranjado. Sin embargo, sus manos permanecían heladas, su expresión gélida y el azul de sus pensamientos no hacían más que hacerla sentir como si ella desentonase de aquel paisaje veraniego, como si fuera un destello del crudo invierno en aquel caluroso estío.

Unas suaves manos la abrazaron por la cintura, sus manos, apoyó el mentón en el hombro de la muchacha y pronunció en un tono arrepentido:

—Perdóname, por favor.

Astrid cerró sus ojos y suspiró, ahogando aquellas repentinas ganas de llorar que la habían atiborrado. De sólo sentir su toque había olvidado todos aquellos desprecios que él le había otorgado, había anhelado tanto su cercanía, su aliento chocarle el rostro. Se giró y lo miró, sus ojos verdosos, aquellas pestañas ligeramente caídas y sus pecas que parecían pequeñas salpicaduras de caramelo. Astrid asintió. El muchacho la atrajo hacia sí, ella permanecía con sus brazos a los costados. Timothée cerró sus ojos, acercó su frente a la clavícula de la chica y la reposó ahí.

TIME | Timothée Chalamet [ EN EDICIÓN ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora