13. La luz entre la oscuridad

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Estaban en la Ciudad de Hueso, en la celda de su hermano. Julian estaba encadenado, con dos esposas rodeándole las muñecas y una camisa blanca desgarrada en la parte de su espalda llena de sangre y heridas, como si alguien quisiera arrancarle la carne de los huesos. Y así era: el Inquisidor Ravenscar alzó su mano y un látigo se deslizó por el aire para caer con pesadez nuevamente sobre la piel maltratada del pobre muchacho.

—¡Basta! —suplicó Victoria en un grito ahogado—. ¡Ya déjenlo en paz! ¡Por favor!

Sabía que suplicarles piedad al Inquisidor y a su hijo era totalmente en vano, pero la desesperación había invadido todo su ser.

—No —dijo Dominic sonriendo con su malicia y sin remordimiento alguno, volvió a azotar a Julian sobre la herida abierta.

El dolor fue tan grande que no pudo contener un quejido y su hermana reprimió un sollozo. Cuando estaba por volver a rogar que tuvieran compasión, miró su mano. El mortífero látigo se hallaba en su palma derecha mientras que la agonía se reflejaba en la mirada de su hermano. Dominic se colocó detrás de ella y puso su boca en su oído.

—Todo se lo estás haciendo tú —susurró y la tomó por la cintura—. Ya sabes cómo acabar con todo esto.

Abrió los ojos de golpe y se sentó en su cama. Justo cuando había pensado que ya no le quedaban más lágrimas que derramar, encontró su cara mojada. Respiró una y otra vez para calmarse. <<No es real. No es real. No es real >> se repetía una y otra vez.

Luchó contra todo su cansancio y agotamiento y levantó su pesado cuerpo de la cama. Fue hacia el tocador y cuando se miró en el espejo casi se asustó de sí misma: seguía con sus horribles ojos y labios hinchados, y sus ojeras se marcaban aún más en su rostro. También se percató de que seguía con el cabello mojado, por lo tanto, no podía haber pasado mucho tiempo desde que se durmió. Se lavó la cara para despabilarse y luego regresó hacia su cama. Tomó su teléfono que descansaba sobre la mesita de luz y se fijó en la hora: eran las once. Sólo había pasado una hora. Su eterna pesadilla había durado una hora. No podía quedarse en su cuarto porque así volvería a su cama, a soñar de nuevo con Dominic y su hermano, y ya no quería seguir pensando en ninguno de los dos. Ya no podía soportar más dolor y ya se había cansado de soñar. Debía distraerse para dejar de recordar. Sin pensarlo dos veces, agarró Orgullo y Prejuicio y salió de su habitación.

<<¿Y ahora? ¿Hacia dónde voy?>>, se preguntó. No iba a ir hacia la cocina. Aunque ya había pasado la hora de cenar, era allí donde siempre se encontraban todos y no quería arriesgarse a toparse con ninguno de ellos. Quería estar en un sitio agradable, por lo cual, quedaba descartada la sala de armas. Luego recordó el hermoso salón de música dónde había visto a Jace tocar el piano. Casi podía verlo concentrado en el pentagrama frente a él, sus ojos dorados yendo de un lado al otro mientras que sus manos con sus finos y largos dedos hacían que la melodía de Bach resonara en el ambiente. Pero al mismo tiempo se lo veía distendido y cómodo, haciendo algo por gusto, hasta que se confundió en una nota y empezó a golpear las teclas, y la había hecho reír. Por alguna razón nunca se sintió incómoda con Jace. Había algo en él que la hacía sentirse segura y relajada. Algo que la hacía sentirse en casa, en su hogar. Sí, el salón de música era un buen sitio para leer.

Entró a la habitación iluminada a media luz, llena de instrumentos con el fantasma de sus melodías. Vicky amaba la música; tenía el poder de acompañarla hasta en sus momentos más oscuros. Se sentó en un rincón del alfeizar de un ventanal y se acomodó. Después abrió su libro y se dejó llevar por la trama.

***

Jace se encontraba en su habitación. Después de una noche agitada como esa, a pesar de que era casi media noche y de no haber comido casi nada, aún se sentía con la energía suficiente como para acabar con un ejército de demonios. Estaba acostado en su cama con los ojos abiertos de par en par, envuelto en sus pensamientos. Se había quedado con ganas de descuartizar a ese imbécil. Vicky lo había llamado monstruo y después de escuchar lo que hizo, no había palabra que lo definiera mejor. Cuando salió de la sala de armas, por un momento pensó en salir a buscarlo y darle la paliza de su vida pero lo detuvo saber que sólo lo esperaría el viento helado de Manhattan. Nunca alguien le había generado tanta ira y sed de venganza, a excepción por los asesinos de su padre, por supuesto. Pese a que no era su asunto y no conocía a ese tal Julian ni tampoco demasiado a los demás, se había vuelto algo personal. Lanzar cuchillos. Eso tal vez lo relajaría.

Los Hijos del CírculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora