Después de las Rosas Negras

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—¿Qué te pasa Listilla? —pregunto Percy sentándose en la cama a su lado—. Haz estado muy callada estos días e incluso te ves algo triste.

—No es nada —respondió sin mirarlo.

—Te conozco y sé que algo te pasa —susurro acariciado su cabello—. Sabes que puedes contarme lo que quieras, soy tu esposo, pero también soy tu mejor amigo.

Annabeth lo miro por primera vez y en sus ojos grises había una mancha de tristeza esa misma que la había acompañado durante días.

Desde que había descubierto la verdad.

—Y... yo perdóname —dijo arrojándose a sus brazos—, por favor perdóname.

Percy la abrazo mientras la escuchaba llorar, no entendía porque le pedía perdón, pero eso no importaba él solo deseaba consolarla.

Durante algunos minutos la dejo desahogarse, mientras él sólo frotaba su espalda y la abrazaba sobre su regazo como a una niña pequeña.

—¿Ya te siente mejor? —le pregunto acariciando sus mejillas.

Ella asintió ligeramente.

—Te perdono, aunque no tengo ningún motivo por el cual hacerlo.

—Si tienes porque perdonarme —dijo entre lágrimas armándose de valor—. Yo... ya no puedo más con esta culpa... —dijo mirándolo a los ojos— necesito que sepas la verdad —aparto la mirada con vergüenza—, aunque después de saberlo ya no quieres saber nada de mí.

—No sé de qué verdad estás hablando —dijo desconcertado—, pero sea lo que sea nada jamás me hará querer apartarte de mi lado.

—Eres tan bueno —tomo su rostro— realmente no te merezco.

—No vuelvas a repetir eso Annabeth Chase tu eres perfecta para mí, eres lo mejor que me ha pasado en esta vida.

—Percy por favor —dijo—. Quiero decirte algo, pero quiero que primero me prometas algo.

—Pídele lo que quieres.

Ella sonrió.

—Prométeme que me dejaras terminar, prométeme que no vas a hacer ninguna locura.

—Te lo prometo —dijo besando sus nudillos—, pero dime que pasa, me asusta la forma en que me estas mirando parece como si me fueses a dar la noticia del inicio de la tercera guerra mundial.

Percy sonrió, pero ella no lo hizo al contrario volvió a evadir su mirada.

—¿Te acuerdas de las rosas rojas que aparecían junto a mi cama en el campamento?

—Claro que me acuerdo —paso sus manos por su cabello en un gesto de nerviosismo—, te confieso que me hicieron sentir muy celoso en su momento... bueno hasta que supimos que solo eran una broma.

—No eran una broma —dijo ella con seriedad—. Te mentí... yo descubrí quien las dejaba y no te lo dije.

—¿Qué? Pero porque... ¿quién te las dejaba? —pregunto con molestia— y ¿por qué lo hacía?

Annabeth guardo silencio tratando de encontrar su valor perdido, no se atrevía a decírtelo.

—Con un demonio no te quedes callada —dijo alzando la voz—, ¡Contéstame!

Ella se sorprendió al escucharlo tan enojado.

—Fu... fue Zeus.

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