Capítulo 18.

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El camino de vuelta a casa, transcurre en el mayor de los silencios. Gregory conduce con el ceño fruncido, mientras Pepper ocupa el lugar del copiloto; agradezco para mí mismo que hayan bajado las ventanillas, y así lleguen hasta mí oleadas de aire fresco, pues tras todo lo acontecido, hay momentos en los que siento un poco la falta de aire, pero procuro no pensar demasiado en ello, porque sé que eso, solo lo empeoraría.

En el asiento trasero, Rhodey también permanece callado mirando a través del cristal, con su vista fija en la campiña que no parece acabar a lado y lado del vehículo. No nos dirige la palabra en ningún momento, y juraría que su semblante es triste. No recuerdo la última vez que le vi triste, supongo que fue cuando se licenció del ejército por lo de su pierna, pero ni aún entonces parecía tan afectado como ahora, pues se permitía bromear de tanto en tanto a costa de su mala suerte.

Steve y yo también vamos detrás, él me abraza de forma sobre protectora, de modo que mi espalda se apoya contra su amplio pecho. Es bueno darse cuenta de que aún hay cosas que siguen en su sitio, como el duro pecho de mi adonis, o los fuertes y pesados bíceps que descansan sobre mi cuerpo y a penas me dejan moverme.

Doy gracias por eso mentalmente, como ya se me ha hecho costumbre, es como si pensara, que si no lo hago, algo malo nos podría pasar. ¿Es eso lo que siente la gente que cree en Dios? ¿Eso es fe o miedo? Por si acaso agradezco a la virgencita de las cuevas y a todos los santos que sigo sin saber cómo porras se llaman, pero que seguro nos han estado ayudando.

Steve sigue a mi lado físicamente, pero no tanto su mente, sé que está pensando en algo desde que vio el medallón que escondo en mi bolsillo, y que por eso va tan callado. Supongo que en este momento, el exceso de adrenalina nos tiene muertos a todos, pero necesito respuestas y espero que más tarde me las den.

Paso el resto del camino con mi vista puesta en el exterior, ese que hace un rato pensaba que no volvería a ver.

Pese a que es verano, en el cielo aún quedan pesadas nubes oscuras, que poco a poco se van disipando, dejando leves rayos que alumbran los campos llenos de flores.

Sin darme cuenta estoy sonriendo. Amo las flores, hubiera sido una pena no volverlas a ver.

Cuando era niño, mi madre y yo plantábamos flores todas las primaveras, a ella sobre todo, le encantaban las rosas blancas y cada día de mi cumpleaños, tenía la costumbre de cortar algunas y dejarlas debajo del gran árbol de sombra que teníamos en el jardín. Un día ella murió, yo me mudé, y ya no hubo más rosas blancas debajo de aquel árbol por mi cumpleaños.

La gran reja que da paso a la mansión Stark se abre, y el coche de Gregory recorre el largo sendero hasta la entrada. Hace bastante tiempo que no ponía un pie aquí, ahora es su casa y la verdad, se me ha hecho cómodo usar eso como pretexto para no tener que venir en todo este tiempo.

Uno a uno nos adentramos en la que un día fue mi casa, nos sacamos los zapatos y nos desparramamos en los sofás, justo como tantas veces lo hicimos cuando éramos adolescentes. Gregory levanta una ceja y chasquea la lengua. Ese gesto, os dejo claro que se le pegó de mí, pero si le preguntáis, dirá que fue al revés.

— Poneos cómodos, no os cortéis. Estáis en vuestra casa. — ironiza.

Nadie contesta, así que sin decir nada más, se dirige al mueble bar y sirve dos copas de coñac. No puedo creer lo que está sucediendo cuando se acerca a mi lado y me ofrece una de ellas. Es Gregory, antes se hubiera bebido las dos copas, que darme siquiera un sorbo.

— Sabes que soy más de whisky. — Me mira por el rabillo del ojo y se encoje de hombros.

— Pero yo no. — Bueno, supongo que en cierto modo, sigue siendo él.

CAÍDO.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora