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Ninguno de los dos omegas había pegado ojo la noche anterior. Las pruebas de aquella mañana les tenían con los nervios a flor de piel, aunque no por la dificultad de estas, sino por sus supresores.

Sabían que si hacían ejercicio físico, había altas probabilidades de que estos fallaran, dejando al descubierto sus verdaderos aromas.

—¿Y si nos hacemos los enfermos, Gustabo?— decía alterado el más alto.

—No seas cerdo Horacio, no podemos hacer eso— su cabeza daba vueltas sin parar, pero no parecía llegar a una conclusión clara— Si queremos entrar al cuerpo, vamos a tener que hacer esas pruebas.

—Pero nos van a descubir.

El chico de cresta se sentía abatido. Habían llegado bastante lejos para ser omegas, no quería volver atrás.

—Llevaremos los supresores, y en cuanto el olor desaparezca, nos los volvemos a tomar.

—¡Estás loco!— gritó Horacio— Gustabo, eso no puede acabar bien.

—¿Y qué?— se encogió de hombros— En el peor de los casos quedamos infértiles, y en el mejor, seremos policías, y no sé tú, pero yo no planeo tener cachorros.

La mirada del más alto cayó al suelo. Quería encontrar el amor algún día y formar una familia, pero también quería entrar al cuerpo y por fin tenía una oportunidad.

—Está bien.

Gustabo notó lo apagado que se encontraba su hermano, así que se acercó a él y lo rodeó con sus brazos.

—Ya verás, vamos a ser los mejores polis de la ciudad.

—Ya verás, vamos a ser los mejores polis de la ciudad

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—¡Venga supernenas, ayer me follé más rápido a vuestras putas madres!— gritaba el superintendente a los, con suerte, futuros alumnos.

Llevaban una hora corriendo por la playa y muchos de ellos se sentían desfallecer, entre ellos los dos somnolientos omegas, sin embargo, no se dejaban vencer tan rápidamente. Querían demostrar lo que valían, y el sueño no se lo iba a impedir.

—¡Joder! Menuda panda de anormales— se quejaba Conway al verles— ¡Mantened las filas!

Un par de personas se quedaron por el camino, los cuales eran socorridos por Greco, mientras Volkov vigilaba que ningún otro se quedara atrás.

Ambos omegas se sentían mareados debido a la mezcla de olores que les rodeaba, teniendo que arrugar la nariz y cambiarse de posición varias veces para poder respirar. Sin embargo, empezó a hacerse notar un par de aromas dulces entre tanto alfa, haciendo que más de uno olfatease sin ningún pudor en busca de más.

—Gustabo— susurró el de crestas a su hermano— Creo que ya es hora.

Efectivamente, necesitaban volver a tomarse los supresores, así que Gustabo pensó un plan rápido para poder escabullirse.

—¡Yayo!— gritó— ¡Que nos deshidratamos!

Se escuchó algún gemido de súplica entre los alfas que hizo que Conway entrara en razón.

—Bien nenazas, tenéis cinco minutos— dijo frenando a las filas que iban detrás de él, e ignorando por completo el hecho de que alguien le acababa de llamar yayo.

Salieron corriendo hacia sus mochilas y cogieron sus botellas de agua. Gustabo sacó del bolsillo de su pantalón el pequeño paquete que contenía los supresores y le tendió uno a su hermano.

Lo hicieron rápido para no llamar la atención de nadie, aunque ya era tarde. El Comisario Volkov les observaba desde la lejanía, algo extrañado de las maniobras que estaban haciendo. En cuanto los dos "alfas" pasaron delante de él para volver a la fila, el ruso agarró del brazo al más alto, aunque para él seguía siendo demasiado bajo.

—¿Se encuentran bien?

Horacio, de no ser porque en aquellos momentos estaba fingiendo, habría sacado su lado más omega y se habría encogido ante el tacto de aquel alfa.

Gustabo, que iba hablando muy alegremente al volver a notar su aroma a limón, se giró al no recibir respuesta de su hermano, encontrándose con la escena.

—Joder Horacio, me has dejado hablando solo— dijo una vez llegado a su lado.

—Claro comisario, ¿por qué lo dice?— respondió el de cresta a la anterior pregunta del ruso, y fue entonces cuando Gustabo prestó atención.

—Me pareció verles tomándose algo junto con el agua.

—Si, unas aceitunas— se burló el rubio.

La mirada seria de Volkov cayó sobre él, pero Horacio, no pudiendo contenerse más, inventó una excusa para calmar al mayor.

—Solo eran unos ibuprofenos— habló rápido— Dormimos poco anoche y tenemos la cabeza como un bombo.

El comisario pareció satisfecho ante la explicación y soltó el brazo de Horacio, pues se había olvidado por completo de que seguía sujetándole.

—Vuelvan a las filas— sentenció para luego marcharse y posicionarse con Greco.

Éste último había estado observando disimuladamente la escena, sobre todo se había estado fijando en las reacciones del chico de cresta ante su compañero.

—¿Que les pasó?— preguntó al de pelo blanco.

—Nada, les duele la cabeza— respondió sin darle importancia.

Pero Greco se olía algo raro en toda aquella situación.

¿𝑶𝒎𝒆𝒈𝒂? 𝟏𝟎-𝟒Donde viven las historias. Descúbrelo ahora