Capítulo veinticinco

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La carne es débil 

—¡Los meseros no aparecen! ¡No aparecen, por Dios!

Nochebuena había llegado y junto con ella, la peor tormenta de nieve que había visto en años. Dar un paso a la calle sin quedar pegado al piso, era una cuestión imposible. La tarde había caído sobre nosotros con tanta prisa y sigilo, que no habíamos alcanzado a prepararnos para la celebración. Viviane corría de un lado para el otro, pegando gritos furiosos en un instante, y pidiéndole a Jesucristo perdón por "manchar su cumpleaños con unas palabras tan bajas". Se había contratado a unas personas para que atendieran la cena, puesto que ella y yo éramos prácticamente otras invitadas. Pero ninguno de esos hombres se había hecho presente y no alcanzaríamos a explicarles sus labores si no llegaban de inmediato.

Era la primera vez que la veía de esa manera, al límite, como si estuviera a punto de estallar en miles de piezas. Chocamos un par de veces en el arte de preparar la cena navideña, y una que otra cosa alcanzó a quemarse, pero cuando el reloj marcó las siete de la noche, el timbre sonó avisando que oficialmente, estábamos libres de nuestras tareas para encomendárselas a otros.

Supe que era hora de quitarme esas fachas y pulirme para la celebración. Viviane salió corriendo como si la persiguiera un demonio, lanzó al aire su delantal y soltó su largo cabello de la cola de que lo sostenía. Yo lavé mis manos para quitarme los restos de verdura y también desaté el nudo del delantal.

En todo el día, había portado en el rostro una sonrisa de anticipación. Me había escabullido de los traviesos dedos de Giovanni con éxito, sin embargo, mantener escondidos los regalos de sus futuros propietarios había sido el trabajo más difícil de toda mi vida, por dos razones específicas:

1. No era buena para esconder secretos.

2. El pequeño cachorro no paraba de llorar.

Nada más era cuestión de que Luca estuviera en mi campo de visión para que quisiera gritar a los cuatro vientos qué había bajo ese frondoso el árbol para él.

Me había tenido que morder la lengua cada vez que veía a la bella quejarse de su espalda, cuando se secaba el sudor de la frente, o cuando soltaba un largo suspiro al terminar de trapear. Quería decirle que pronto tendría un día de relajación infinita y que todos sus pesares serían remediados, pero sabía perfectamente que si le revelaba dicho secreto, perdería sentido el intercambio que tendríamos en la noche.

En cuanto a Lara, con ella había sido más fácil, pues ya sabía qué le esperaba al abrir su envoltorio. Incluso me había mostrado las diferentes reacciones que podría actuar al abrir su regalo. Entre las opciones estaban: el grito (como el cuadro), la sorprendida llorona, la histérica y la melosa. Dejé a su arbitrio la decisión, todas me parecían demasiado graciosas, esa chica tenía talento para todas las artes.

Y por el otro lado estaba el gran problema que ese pequeño animalito me estaba generando. Desde el momento en que Lara entró escondiéndolo en su abrigo como si de algún alucinógeno se tratara, el perrito no dejaba de llorar en sus manos. Era peludo, rechoncho y bastante inquieto. Lo único que ayudaba a que dejara de gimotear, era darle un gran platón de leche.  Ese chiquitín era un comelón.

No podía dejarlo en nuestra habitación pues Gio terminaría descubriéndolo, pero tampoco podía sacarlo a dar vueltas por la mansión.

Opté por dejarlo en mi antiguo cuarto con unas croquetas en un platón, por lo menos en lo que el día llegaba a su final. No me quedaba más que rezar por la benevolencia de los dioses, para que así, si a alguna persona se le ocurriera pasar junto a ese lugar, ignorara los alaridos del animal.

En temporada de lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora