Capítulo uno

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Un tren llamado libertad

Aguanté la respiración, aunque en vano, pues con una nueva patada en mi estómago expulsé cada pizca de oxígeno que quedaba dentro de mi cuerpo. Mis entrañas se removían, mis oídos palpitaban al ritmo de mi corazón descontrolado. El aire helado de la noche entraba por todos los rincones, refrescando el ambiente a su paso, pero no lo suficiente.

—¡No puedes hacer nada bien! —espetó, completamente ebrio mientras la lluvia de su boca empapaba ese tiesto ensangrentado que llevaba mi nombre—. Todos en el pueblo dicen que eres una mujerzuela. Me das asco.

Tal vez pasaban de las cuatro de la madrugada, alcanzaba perfectamente a oír el sonido de los grillos cuando su cuerpo no se estallaba contra el mío ensordeciéndome. Mi marido era mucho más rápido y fuerte durante sus golpizas en cada ocasión. Siempre conseguía una nueva excusa patética.

¿Por qué lo miras de esa manera, te gusta?

Ya nunca quieres tener sexo. Quién sabe a quién te coges cuando yo no estoy, perra sucia.

Mi familia tenía razón contigo, no vales nada. Ni siquiera puedes darme un hijo.

Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado, cuando de la nada tomó mi cabello y levantó mi cabeza a la fuerza. Me miró con sus ojos desenfocados, yo, por el contrario, no podía ni siquiera sostenerle la mirada.

—Eres mía, Jane, ¡mía! ¿Qué es lo que no te entra en la cabeza? —Su aliento nauseabundo se estampaba en mi rostro, entonces, de repente impulsó mi cabeza hacia el suelo—. Di que eres mía.

A esas alturas, yo ya no sabía cómo había llegado hasta allí, no podía comprender cómo había llegado a tener una relación con ese hombre, cómo había aceptado vivir con él, cómo seguía creyendo que me golpeaba por mi bien y porque era lo que me merecía, cómo había aguantado tanto. Me sorprendía, me repudiaba.

No sabía cómo de ser un joven atento, caballeroso y educado, se había convertido en la bestia.

—Oscar, por favor, no me hagas más daño —dije cuando creí que su ira había pasado.

—¡Dilo! —repitió aún bastante alterado.

A la sazón, un puñetazo en mi rostro ensordeció mis oídos. Mis sentidos dejaron de trabajar por un corto lapso, y cuando percibí un nuevo sonido, era el de su cinturón desabrochándose. El primer latigazo fue el peor de todos, sentí toda la rabia de su cuerpo atravesando el mío en algo que posiblemente dejaría llagas permanentes, en el cuerpo o en el alma. El segundo ardió como el infierno. El tercero estalló en mi entre pierna, y seguido a él, el cuarto fue en mi cuello, pero sospecho que el objetivo era mi rostro. Sé que fueron muchos más, muchos, sin embargo, ya no llevaba la cuenta. En su lugar, solo esperaba que todo acabara..., no obstante, acababa de empezar.

—Al parecer no comprendes a quien le perteneces, bueno, mi Jane, esta noche no te quedará duda.

En cuestión de segundos tenía a ese hombre encima, su ropa desapareció de repente, la mía la rasgó. Yo ya no era capaz ni de mover un dedo. El jadeaba sobre mí, usando mi cuerpo para su satisfacción. A no muchos metros, la gotera que incansablemente le había suplicado que reparara, pero nunca quiso, volvió a dejar pasar el agua. El sonido de las gotas abriéndose paso desde las tejas se unía al ruido de cada dolorosa penetración.

No demoró mucho el acto, posiblemente fue a causa de alguna excitación repulsiva por sus anteriores acciones, o a causa del alcohol, incluso su problema de precocidad pudo haber sido el causante; gracias a ello, en menos de lo que canta un gallo ya se había venido y su respiración pareció tranquilizarse de una vez por todas. Pronto, Oscar quedó profundamente dormido.

En temporada de lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora