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«Cientos de fanáticos esperan la llegada de Shawn Mendes al país.» Se escucha decir en la televisión mientras observo a mi padre dar vueltas por la habitación, desesperado. Acaba de pasar algo terrible, algo que le costará caro a mi familia entera. 

—¡Maldita sea! —grita.

—Papá —dice mi hermano con su habitual serenidad— cálmate, con ponerte así no vamos a recuperar lo que nos robaron esos malditos hijos de su mala madre. 

—¿Me estas diciendo que me calme? ¿Acaso no sabes, imbécil, cuánto dinero acabamos de perder? Esos hijos de perra nos robaron tres toneladas de mercancía, de la mejor calidad, ¡tres malditas toneladas! El negocio se nos está yendo al diablo Chad, entiéndelo. 

La situación es grave, tal como mi padre está explicando. Se ha dedicado al narcotráfico durante casi toda su vida, Chad y yo como sus hijos, estamos en el mismo camino. Soy Esther, tengo veinte años y al lado de mi familia, he hecho cosas de las que no me siento orgullosa. La mercancía que mencionó es cocaína, otra familia que también está en el negocio y que son nuestros más odiados enemigos, nos la robaron, ellos son los Allard. 

Me pone nerviosa ver a mi padre en esas condiciones, parece a punto de sufrir un ataque. Miro el televisor y observo las imágenes de una gran cantidad de personas, con pancartas y gritando el nombre de cierto cantante. Pienso en ir a apagarlo, antes de que mi padre saque el arma y le dispare como ha hecho varias veces cuando las noticias no le gustan. Pero se me ocurre una maravillosa idea. 

Mi padre sigue diciendo para sí cualquier cantidad de improperios, habla de cómo recuperar el dinero que perdimos con esa mercancía, al menos un porcentaje de él, pues nos veremos en graves problemas económicos. 

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunta con las mejillas enrojecidas y las manos cerradas en apretados puños. 

—Tengo una idea, papá —pregunto, segura de comunicarle el plan que estoy armando en mi cabeza. 

—Dime, querida hija, que siempre le salvas el pellejo a esta familia —dice visiblemente más calmado. 

—Ese cantante, ¿sabes cuánto pagarían por tenerlo de regreso con vida? —digo, tratando de encontrar la manera de explicar lo que estoy pensando. 

—Cuéntame más. 

—Ese simple joven tiene mucho dinero, está llegando al país, si lo secuestramos, pagarán cualquier cantidad por devolverlo sano y salvo, podremos exigir una gran suma, y así, recuperar parte de lo que perdimos con la mercancía que nos robaron. 

Mi padre esboza una sonrisa que me hace saber que le gusta lo que le estoy proponiendo. Mi hermano, como siempre, me mira como si estuviera completamente loca, peleamos muy a menudo, casi nunca estamos de acuerdo, pero los dos sabemos que daríamos la vida uno por el otro. 

—¿Cómo se supone que hagamos eso, genia? Ese muchachito debe estar custodiado por un fuerte equipo de seguridad, tan pronto vean que alguien se aproxima, atacarán. Vas a hacer que nos maten, o en su defecto, que nos atrape la policía —dice mientras limpia su pistola con una camiseta vieja hasta sacarle brillo, como hace todos los días a esta hora. 

—Querido hermanito —digo cada vez más convencida de que mi plan es lo mejor que se me ha ocurrido en veinte años de vida que tengo— estoy pensando en todo, hasta el más mínimo detalle. Tendremos éxito, ese muchachito nos salvará el bolsillo, confía en mí. 

Chad me mira con desconfianza y mi padre se acerca para abrazarme, él cree en mí más que en nadie en el mundo, tal como estoy pensando, el plan saldrá bien. No puedo evitar sonreír, busco mi celular en el bolsillo y marco el número de una vieja amiga que sabe muchas cosas. Le pregunto en qué hotel se hospedará el cantante, ella sabe incluso cuántos guardaespaldas tiene, me ayuda a averiguar también en qué habitación está. Le agradezco, pues me está haciendo un favor inmenso, cuelgo y miro a mi padre que está a la espera de que le indique bien qué voy a necesitar para ejecutar el plan. 

—Necesito la camioneta para mañana, a Chad, a ti, varias armas, dos metros de cuerda, tranquilizantes y creo que nada más —digo. 

Él asiente, saca el arma de la chaqueta, las otras dos que lleva en el pantalón y las deja sobre la mesa. Saca su teléfono y llama a sus colaboradores para que consigan lo que necesitaré. 

—¿Cuándo? —pregunta después de colgar. 

—Mañana, a primera hora de la mañana —respondo. 

Saco mi arma, que está en el elástico del pantalón, como siempre y la dejo sobre la mesa, con estas armas bastará. Miro el reloj que está en la pared, son las nueve de la noche, luego, miro el televisor en donde se ve ese pobre chico que no sabe lo que le espera, que disfrute su última noche de libertad, mañana estará con nosotros. 

Síndrome de Estocolmo || Shawn MendesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora