A paso apresurado salió de la casa y dobló la esquina. Su pecho subía y bajaba con violencia. El mareo que llevaba consigo se hizo más potente. No resistió y, dejando su maleta por un lado, se encaminó a un cesto de basura y ahí se permitió soltar todo lo que llevaba aguantando desde que llegó a esa casa. Las arcadas iban acompañadas de sollozos ahogados. Ignoraba el intenso dolor que le causaba estar vomitando poco más que sus jugos gástricos. Le dolía el pecho. La rabia y ese sentimiento oscuro que a su alma provocaron las hirientes palabras de Harold le parecían suficiente como para toda una vida.
El vómito se detuvo. Se limpió las comisuras de los labios con la manga de su camisa. Inhaló. Permitió que el fresco aire le llenara los pulmones. Que lo renovara desde adentro. Que refrescara su abatida existencia. Exhaló. Exhaló para liberarse de la amargura. De la ira que sentía en ese momento. Exhaló para intentar liberarse de todas esas ataduras a las que estuvo sometido por veintidós años.
Su estómago estaba más tranquilo más el caos seguía en su cabeza. Tomó su maleta y caminó hasta la sombra que un olivo proporcionaba. Se dejó caer e intentó dar orden a sus ideas. Los flashbacks de la reciente discusión comenzaron a hacerse presentes. Pese a todo, en su cuerpo no había un solo gramo de arrepentimiento. Su interior gritaba haber hecho lo correcto. Así que solo con ese pensamiento rondándole la mente cerró los ojos y se permitió sonreír. Una vez que su mente obtuvo una poca de claridad, lo primero que debía decidir era a dónde ir.
Por un instante breve pensó en pedirle asilo a Tim pero de inmediato lo descartó. No quería darle problemas a su amigo. Ya suficiente tendría con el recelo con el que lo mirarían sus padres por el resto de sus vidas como para tirarle una carga más. Además sabía que de tener cerca a Ruth, ella tarde o temprano lo convencería de volver a casa. Y no se lo podía permitir. Eso sería firmar su sentencia a ser propiedad de Harold para el resto de su vida.
Buscó en su billetera y lo que había ahí era para dar lástima. Podría costearse un par de noches de hotel, una semana a lo máximo. Dos comidas al día. Y era todo. Ya se las arreglaría. Lo importante en ese momento era que por fin se sentía libre. Y antes de dirigirse al centro en busca de un hotel, decidió ir al único sitio que se le ocurrió en ese momento.
Solo quince minutos después un taxi se detuvo frente al lujoso chalet propiedad de Roger Taylor. Tomó su maleta y su adorada guitarra y mientras el auto abandonaba el sitio, él se debatía en si llamar o no al timbre. Se sentía ridículo de estar ahí. Apenas había conocido al rubio la noche anterior y ahora estaba ahí, con una mano por delante y la otra por detrás, pero debía poner a Tim al tanto.
Sin mucho más que pensar, presionó el timbre esperando escuchar al dueño de la casa por el intercomunicador. Casi un minuto después de no obtener respuesta, suspiró. Había sido mala idea ir ahí. Volvió a coger la maleta y antes de darse la media vuelta, una voz ronca y medio soñolienta lo hizo frenar en seco.
— ¿Sí?
— Ehm... ¡¿Roger?! — en vano trató de sonar animado. Su voz había salido débil a causa del vómito previo—. Buenas tardes, soy Brian. May —Mentalmente se abofeteó por tan ñoña presentación.
Un silencio de un par de segundos precedió a la risueña voz de Roger.
— ¡Brian, amigo! Hombre, pensé que habías roto algo y por eso saliste por piernas sin despedirte —Brian rió en respuesta— Ya te abro, espera.
El sonido de varios botones sonaron por el intercomunicador hasta que un pitido largo hizo que la puerta que daba acceso a la casa se abriera. Con paso lento se encaminó a la puerta principal de aquella vivienda que hacía menos de veinticuatro horas había conocido. Por una pequeña rendija se asomaba la cabeza del rubio con los ojos entrecerrados y cara de sueño.
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Nevermore [Maylor]
Fiksi PenggemarResponsabilidad. Esa palabra de quince letras resonaba veinticuatro horas al día, siete días a la semana en la cabeza de Roger Taylor, un joven adinerado de veinte años, adicto a la noche londinense. A pocos kilómetros, en una casa humilde de un ba...