El vecino de al lado

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—¡Raquel! Ven anda y hazme unos recados ¿quieres?

Justo al terminar el libro su madre la quiere para que vaya a hacer la compra ya que la nevera está vacía y ella está cansada de conducir.

—Podría ser peor —se dijo a sí misma en voz alta —, podría ser en medio de algún libro.

Se incorporó, se puso las botas y echó a andar.

Hacía tiempo que no visitaba el pueblo, pero no había cambiado nada. Los mismos comercios, las mismas calles intrincadas, los mismos laberintos en los que perderse, en los que poder caminar con sus botas de aguas amarillas. Le costó mucho conseguirlas, pero gracias a ese increíble invento al que todos llaman "internet" encontró unas idénticas a las que tenía cuando era pequeña. El mismo tono de amarillo, la misma margarita en el lado exterior de cada bota.

Normalmente solía vestir de negro o colores oscuros. No le gustaba llamar la atención, no le gustaba que la miraran mucho. Pero esas botas amarillas eran su excepción. El único color que permitía que entrara a su vida.

Mientras estaba caminando mirando hacia el suelo, viendo embobada como sus botas salpicaban en todo charco que pisaban y como sus pies no se mojaban, sin darse cuenta, se dio con una farola en la cabeza y calló al piso semi-inconsciente.

—¿Estás bien? —decía una voz que la estaba sosteniendo.

Raquel abrió los ojos e intentó ponerse ella sola de pie.

—Te acabas de dar un buen golpe en la cabeza. Vamos, ahí hay un banco —dijo la misma voz de antes mientras la levantaba en brazos y la llevaba hasta el banco. Cuando la sentó, le volvió a preguntar —. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? No tengo hielo, pero si quieres te puedes dejar... —dijo mientras registraba su bolsa de la compra —¿unos guisantes congelados? —preguntó con media sonrisa en la boca mientras se los mostraba.

—No, no, gracias. Estoy bien, solo iba distraída... —dijo mientras se agarraba la cabeza.

—Venga, te va a salir un chichón o algo como no te pongas algo frío en la frente —dijo mientras le agarraba la cabeza y ponía la bolsa en su frente. Seguidamente agarró la mano de Raquel y la puso en la bolsa para que la sujetara —. Aguántala ahí durante unos minutos y verás como no te sale nada.

—Te he dicho que no necesito nada, estoy bien —dijo mientras alejaba la bolsa de su frente.

—¡No hagas eso! —gritó mientras volvía a coger su mano con la bolsa y la volvía a poner en la frente —. Mira que eres cabezota, pareces una niña chica... ¿Vas a hacer que me quede contigo para asegurarme de que te cuidas bien? —preguntó sin recibir respuesta alguna.

Raquel seguía evitándole la mirada de lo avergonzada que estaba por esa caída tan torpe y estúpida. ¿Por qué tenía que estar él cerca? ¿Por qué tenía que haber alguien justo mirando como hacía el ridículo? Se sentía penosa, patética, quería llorar. Y, sobre todo, se sentía completamente estúpida por tener que aguantar una bolsa de guisantes congelados en la frente.

Bajó la mirada al suelo. Él siguió el rastro de esos ojos que no lo miraban.

—Bonitas botas por cierto. Son muy... amarillas. Y bueno, yo me voy antes de que se descongele lo demás, puedes quedarte con los guisantes. Adiós —se despidió —. Y no olvides mirar al frente cuando camines o te darás otro golpe —añadió mientras se alejaba.

Raquel se sintió bastante incómoda y, por un momento, le entraron ganas de tirarle la bolsa a la cabeza. Se levantó, la tiró a la basura y, sin mirar hacia atrás, siguió su camino. Estaba roja, avergonzada, pero por suerte nadie más la había visto y, con suerte, lo más probable fuese que no lo volvería a ver.

En el camino de vuelta iba bastante cargada con las bolsas de la compra. De vez en cuando se paraba y las dejaba en el suelo para poder aliviar un poco sus manos, las cuales le dolían a mares. Cuando al fin vio el edificio empezó a caminar más rápido para poder llegar antes y encerrarse en su habitación a escuchar música con los cascos a máximo volumen. Era uno de los pocos placeres que ella había descubierto que tenía la vida, aparte de los libros.

Al cruzar el umbral del portón de la entrada, que había abierto a duras penas, y gracias a que no había ninguna alfombrilla a la entrada con la que secarse los zapatos y a que sus botas estaban completamente empapadas, se resbaló en el piso y, cuando creía que se iba a llevar un golpe peor que el de antes, alguien la agarró justo a tiempo.

—Eso te pasa por ir pisando charcos.

Ella se sobresaltó, miró de frente al chico, dio un paso atrás en falso y se volvió a resbalar. Nuevamente, él la salva de sufrir otra caída.

—Mira que eres patosa... me das pena y todo. ¿Vives aquí? —no recibió respuesta —¿Te acabas de mudar? —Ninguna respuesta —. ¿Te mordió la lengua el gato? ... ¿Sabes hablar? Claro que sabes, antes me hablaste —comentó riéndose por lo bajo mientras recordaba el gran golpe que se dio.

—No tiene gracia.

—Créeme, sí que la tiene —le guiñó el ojo y se fue.

Mosqueda, cogió el ascensor, volvió al piso, dejó las bolsas en la cocina y se tiró en la cama a escuchar música y colorear mandalas hasta que se hizo la hora de la cena.

—¡Raquel! ¡A comer!

"Otra vez esa voz", pensó.

—Voy —se dignó a responder

—Bien, y de paso ve al piso del vecino y pídele un poco de sal, ¡se te olvidó comprarla!

—¿Cómo que de paso? ¿Y por qué yo? Has tenido toda la tarde para ir.

—Vas tú porque eres la que olvidó comprarla y punto.

Indignada y con un pijama que consistía en una blusa básica blanca de asillas y unos pantalones largos azul marino fue a tocar la puerta de al lado.

—¿Tú otra vez? ¿Enserio? Me siento acosado —dijo entre risas mientras la examinaba de arriba abajo.

Raquel se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía ser el mundo tan pequeño? Sintió como la analizaba de arriba abajo y recordó que no llevaba el sujetador puesto. Eso hizo que se sintiera incómoda y se pusiera colorada. Puso su pelo rubio ceniza por delante y se tapó un poco con el brazo.

—Esto... no tenemos sal... ¿podrías dejarnos un poco, por favor?

—¿Sal? Claro, un momento —en un minuto estaba de vuelta en la puerta —. Aquí tienes. Si yo sé te daba una bolsa de sal y así no la tirabas a la papelera.

Se puso más roja aún. ¿Por qué tenía que recordárselo?

—Gracias, mañana te la devuelvo.

—De nada.

De repente le agarró la cabeza y le quitó el pelo que tenía delante de la frente y que le había estado impidiendo ver sus ojos esas dos veces anteriores que se habían tropezado.

—¿Marrones? Pues nada —dijo mientras se quitaba las gafas.

Lo alejó de un empujón. Ahora era ella quien le estaba pegando un repaso a fondo. No sabía cómo no se había dado cuenta antes, pero le había abierto la puerta sin camisa y se le podían ver los abdominales que tenía, y sus brazos tonificados. Se había quitado las gafas y pudo ver mejor sus rasgos, tan marcados, y esos ojos, negros como el azabache. Hizo que se estremeciera.

—¿Algo más ojos castaños?

—No, nada más. Adiós.

—Que antipática eres, así no harás muchos amigos. Nos vemos mañana —hizo una breve pausa —... ojos castaños. ¡Y cuídate ese chichón!

Ese último comentario le había hecho daño. Y es que tenía razón, no tenía amigos. Y no era por su carácter. O sí. Puede ser. No se sabe. Ella lo había intentado, pero no lo conseguía, de la costumbre de no soler relacionarse... había perdido las pocas habilidades sociales que podía tener.

Antes de acostarse repasó los breves acontecimientos del día. Era increíble lo patosa que podía ser y la mala suerte que llegaba a tener. Tenía que ser su vecino, como no. Y luego la tenía que ver con esa camisa tan ligera. Estaba avergonzada, y esperaba no tener que volver a verlo.

Tú eres mi princesa y yo tu caballeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora