Ya estaba subiendo en el ascensor.
Había cogido el avión ella solita, acompañada de una azafata, pero aun así ella sentía que lo había hecho sola. Al llegar a la terminal de llegadas su abuelo la estaba esperando con una bolsa de golosinas, golosinas que se comieron entre los dos mientras iban en el autobús de camino al pueblo.
—No le digas a tu abuela nada de las golosinas, ¿vale? —le comentaba mientras subían en el ascensor.
—¿Por qué no, abu? —preguntó extrañada.
—Porque se supone que tu querido abuelo no puede comerlas —le dijo entre risas como si se tratase de un niño pequeño.
—¡Vale! Será nuestro secreto —afirmó siguiéndole la risa.
Cuando se bajaron del ascensor Raquel salió disparada al piso de su abuela. Al llegar, la puerta estaba abierta de par en par. Había un árbol de Navidad esperando a ser adornado en una esquina del salón junto a una caja llena de adornos brillantes, y de la cocina salía un olor de galletas recién hechas.
—¡Hola abuelita! —exclamó de alegría al verla.
—¡Pero qué niña más grande! ¿Eres tú mi nieta preciosa?
—¡Sí, abu! ¿Ves? —dijo poniéndose de espaldas al marco de la puerta donde sus abuelos le tomaban las medidas todas las navidades —. Estaba ahí y ahora estoy aquí.
—Ya lo veo, estás hecha toda una mujercita —comentaba mientras sacaba las galletas del horno —. Mira, las acabo de hacer, aunque esperaba acabarlas antes de que llegaras.
—¡Qué buena pinta! ¿Puedo comerme una?
—No, están recién hechas, deja que se enfríen, ¿vale?
—Vaaaale —dijo alargando de manera exagerada la primera vocal de la palabra.
Raquel se dirigió a su cuarto vacacional y comenzó a desempacar la maleta. Como era de esperar, toda su ropa era amarilla. Y como también era de esperar, Suny y sus queridas botas de agua amarillas no faltaban. Se paró a pensar en la diadema, obviamente no estaba con ella.
Su madre la había cogido y la había tirado a la basura. Decía que ya no servía para nada. Eso le dolió bastante. Rota o no era un recuerdo, un recuerdo que le hubiese gustado conservar, pero que no pudo. Las lágrimas empezaron a descender por su pequeña cara mientras se intentaba guardar el llanto.
—¿Por qué lloras?
Asustada por esa voz que había aparecido en medio de la nada cuando se suponía que tenía que estar sola, se levantó de un brinco y, al darse la vuelta, tropezó con su maleta y calló dentro de ella.
—Siempre que te veo o te caes o estás llorando, ¡no tienes remedio! —comentó Marcos asombrado —. Y hoy son las dos cosas a la vez.
—¿Pero me vas a ayudar o te vas a quedar mirando? —dijo entre lágrimas.
Marcos le tendió una mano y la ayudó a ponerse en pie.
—Normal que te caigas, mira todo ese pelo que tienes delante de tu cara, seguro que no puedes ver nada ¿por qué no te pones la diadema que te regalé? —Y consiguió que se echase a llorar aún más que antes —. Pero, ¿por qué lloras?
—Es que... la diadema... —intentaba decir entre llanto y llanto —me, me la... me la rompieron unas niñas del cole.
—¿En serio? —preguntó asombrado mientras en su interior intentaba comprender como alguien podía hacer eso.
—Sí, lo siento.
—Bueno, no pasa nada, te compraré otra —le dijo mientras la abrazaba.
—Lo siento mucho, en serio —insistía mientras seguía llorando.
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Tú eres mi princesa y yo tu caballero
Ficção AdolescenteRaquel es una joven adolescente tímida, callada y reservada. Durante las vacaciones de Navidad viaja al antiguo pueblo de sus abuelos, en donde los recuerdos la empiezan a inundar y esa armadura con la que se protege se empieza a desvanecer. ¿Será c...