Una leve luz empezó a invadir su cara mientras estaba enroscada en la cama. Sacó el brazo y miró la hora que marcaba el móvil, solo eran las ocho. Se volvió a enroscar hasta que se hicieron las diez, se metió en la ducha y se puso a pensar qué podía hacer. No había podido traerse otro de sus libros gracias a que su madre decía que pesaban demasiado y que siempre estaba enganchada a ellos todo el día, que necesitaba salir a la calle y hacer amigos.
Parece ser que no entendía que esos libros eran los únicos amigos que tenía.
Al salir de la ducha se vistió con la decisión de ir en busca de una librería y comprarse un par de libros para superar los primeros días, ya después bajaría a comprarse más cuando los acabara. Cerrando la puerta su madre le gritó:
—¡Llévale la sal al vecino!
"Mierda" pensó para sus adentros. Fue a la cocina en busca de la sal y antes de salir su madre le volvió a dirigir la palabra.
—¡Menos mal! ¡Renunciaste a esas estúpidas lentillas! —comentó sorprendida.
Fue corriendo al baño y, en efecto, se había olvidado ponerse las lentillas, esas lentillas con las que sus ojos eran normales, esas lentillas con las que sus ojos eran castaños. Los quería así, castaños. Siempre había pensado que era un color precioso para los ojos, siempre había querido tenerlos así.
—Me voy ya mamá, volveré para el almuerzo.
—Vale, pero no te olvides de desayunar algo en alguna cafetería —le recordó antes de que cerrara la puerta al ver que se iba sin probar bocado.
Se paró en la puerta del vecino y tocó el timbre. ¿Le volvería a abrir sin camisa? Pensó, y con la misma quiso borrar ese pensamiento de su mente. ¿Cómo se le podía pasar una cosa así por la cabeza?
La puerta se abrió.
—Toma, la sal —dijo bastante seca cuando la puerta estaba completamente abierta. Se sintió muy aliviada al ver que estaba vestido.
—Gracias —le dijo mientras observaba lo que llevaba puesto, unas botas negras, unos pantis negros y un abrigo azul marino —. Qué pena, tenía la esperanza de volver a verte con ese pijama tan bonito que llevabas anoche.
Se puso colorada. ¿Cómo podía decir algo así? Una furia le recorrió por dentro.
—¿A dónde vas tan vestida? —preguntó mientras dejaba la sal en una mesita que había en la entrada y cerraba la puerta.
—No es asunto tuyo —respondió indignada mientras retomaba su paso hacia el ascensor.
—Voy a ir a desayunar algo con unos amigos de la universidad —comentó mientras se ponía a su altura —. ¿Te animas?
—No, gracias.
—Que antipática eres.
El ascensor llegó y ambos se montaron. Raquel pulsó el cero y comenzó a rezar para que fuesen los ochos pisos en ascensor más breves de la historia.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con curiosidad.
—No te importa.
—¿Y tú como vas a saber lo que me importa o no, ojos castaños? —comentó con un tono un poco juguetón.
Raquel lo miró de mala gana y con la misma miró por cual planta iban. Aún por la sexta.
—Bueno, da igual, me gusta llamarte ojos castaños —dijo con una sonrisa bastante seductora —. Tú puedes llamarme... ems, bueno, dudo que me llames, y me parecería injusto que tú supieras mi nombre y yo no supiera el tuyo, así que... déjame pensar... puedes llamarme ¿vecino preferido? ¿héroe salvador de tus caídas? Sí, me parece justo.
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Tú eres mi princesa y yo tu caballero
Novela JuvenilRaquel es una joven adolescente tímida, callada y reservada. Durante las vacaciones de Navidad viaja al antiguo pueblo de sus abuelos, en donde los recuerdos la empiezan a inundar y esa armadura con la que se protege se empieza a desvanecer. ¿Será c...