Capítulo 8: Asuntos de familia.

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Era un lugar sombrío, desolado, aterrador hasta más no poder; una casa abandonada y a punto de caerse. El corazón de la rubia latía con más fuerza con cada paso que daba. Luisa avanzó prevenida y mirando a todos lados. Sobrellevaba muy bien su ansiedad, aunque en definitiva no estaba viviendo una situación agradable. 

 Quedó paralizada apenas se asomó a uno de los cuartos. El castaño estaba allí; postrado en el suelo, vestido con ropas viejas y rasgadas, y con gruesas cadenas en sus pies y manos. 

 El joven mantenía su mirada triste puesta en el suelo, perdido en su dolor no se dio cuenta de la visitante. Luisa entró al cuarto y con cautela se acercó a él.

 Temerosa, extendió la mano y la puso sobre el hombro del muchacho. 

 El castaño levantó la cabeza. Las miradas de ambos se encontraron. La rubia quedó conmovida por el sufrimiento que reflejó el otro, ella podía sentir su agonía. 

—Ayúdame —imploró el castaño. 

 Entonces el sueño terminó de súbito. Luisa se despertó agitada, estuvo impedida para reaccionar por un instante. No entendía nada. Una vez más soñaba con el mismo hombre; pero en esta ocasión era un sueño diferente, de experiencias bellas y románticas se había pasado a una escena angustiosa. 

 Solo supo proceder de la manera que encontró en aquel momento, clamando por aquel extraño:

—Dios, ¿qué es esto? Señor ayúdame a entender. ¿Quién es él? ¿Qué es lo que está viviendo?... Padre, donde quiera que esté, sálvalo, trae luz a su alma. Pido por su vida, no se quien es; pero tú sí, muéstrale el camino. Sí él te conoce recuerdale tus promesas, y si aún no se ha encontrado contigo, entonces envía a alguien que le hable de ti… Señor, ¿Qué tiene que ver él conmigo?... ¿Lo voy a conocer? Dios, ¿será que voy a encontrarme con él? 

 Luisa meditó por un instante. Y estando allí, sintió del Espíritu que muy pronto se vería cara a cara con el castaño de sus sueños. Aquello le alborotó los nervios.

—Voy a conocerlo… ¡Dios mío voy a conocerlo! 

 Se echó sobre su cama envuelta en un revoltijo de emociones. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? no sabía de que manera se daría el encuentro, lo único seguro era que el joven de los sueños era real, e iba a llegar el día de verse con él en persona. 

 Muy de mañana, como todos los días, Argemiro Jiménez se levantó enérgico para cumplir con su trabajo; antes de que saliera el sol el hombre ya se encontraba preparando los últimos amasijos para luego surtir el negocio de panes, pasteles, galletas y todo lo demás propio de una panadería. 

 No lo hacía solo, Felipe lo acompañaba; el hijo había adquirido una especial pasión por la labor de su padre, amaba tanto el arte de la repostería que soñaba con tener su propia marca de negocio e instalar locales por todo Bogotá. El joven de veinticinco años era un emprendedor, se le medía a todo, y tenía la fe para creer que trabajando duro y de la mano de Dios su sueño se haría realidad.

No siempre fue así, a los diecisiete años el rubio se apartó del camino de la fe y vivió atrapado en los placeres del mundo por cinco años. Después de vagar y sufrir las consecuencias de su rebeldía regresó a casa, se aferró a la gracia que lo recibió y comenzó el proceso de restauración, su entrega a Dios desde entonces fue genuina. Tiempo después, pudo enfocarse, se atrevió a luchar por sus sueños y entró a estudiar un curso de panadería y pastelería. Sus clases eran los sábados todo el día, así que consiguió un trabajo entre semana en un supermercado al que entraba a las nueve de la mañana.

Felipe no era para nada perezoso, y luego de haber perdido cinco años de su vida lo que quería era aprovechar el tiempo; por tal razón, se levantaba temprano, ayudaba a su padre hasta las ocho de la mañana y de ahí se iba a su trabajo. En verdad, Felipe Jiménez era un joven con una visión y una fe de admirar. 

 A las seis de la mañana se abrió la panadería, minutos después llegaron los primeros clientes, personas que no habían comprado lo del desayuno o que iban madrugados para su trabajo. 

 Vilma Suárez, una mujer que hace poco había llegado al barrio, entró al negocio con su acostumbrada actitud extravagante. 

—¡Muy buenos días don Argemiro! —Saludó efusiva la mujer. 

—Doña Vilma, buenos días —respondió el hombre. 

— ¿Madrugando a trabajar como siempre? —dijo ella, coqueta. 

—Con mucho ánimo, si señora.

—Eso es lo que me encanta de usted, siempre tan trabajador. 

— ¿Y sumerce ya va pa' su trabajo?

—Claro don Argemiro, me toca estar a las siete de la mañana. ¡A propósito! ¿Qué hora es? 

—Ya van a ser las seis y media. 

—Si ve, el tiempo se está pasando muy rápido. 

 Afanada, Vilma hizo su pedido, según ella era el refrigerio para el tiempo de descanso en su trabajo: Un paquetico de galletas y un yogurt de fresa. Argemiro se agachó para tomar las galletas, y cuando las tenía en la mano, sus ojos se encontraron con las delgadas piernas de la vecina que se mostraban del otro lado del vidrio de la vitrina. El hombre no pudo evitar detallar el resto del cuerpo de abajo hacia arriba, quedó perplejo por un momento en la figura de la mujer. Vilma usaba un vestido que demarcaba sus curvas, tan provocador que cumplía su cometido al llamar la atención de los hombres. 

— ¿Qué pasó papá? ¿Necesita ayuda? —dijo Felipe, saliendo de la cocina. 

— ¡Eh¡, no mijo. Ya aquí las tengo —se despabiló el hombre y continuó despachando el pedido. 

—Muchas gracias don Argemiro, que tenga buen día —dijo Vilma —. Hasta luego muchacho. 

—Hasta luego —se despidió Felipe. 

La mujer salió del negocio. 

— ¿Y entonces? ¿Me va a explicar lo que acaba de pasar? —expresó el rubio. 

— ¿Lo que acaba de pasar? ¿Qué acaba de pasar?. No sea bobo, más bien deje trabajar. 

—No se haga papá que yo lo vi. Como pa' que hubiera estado mi mamá aquí y lo hubiera encontrado dizque echándole el ojo a la vecina, ¿que tal?.

—Deje de hablar cosas que no son. 

—Si como no don Argemiro que cosas que no son —exhortó el hijo —. Cuídese papá, cuídese. Usted sabe lo que dicen en el barrio de esa vieja. Y por más cristianos que seamos, podemos caer, podemos caer.

 Argemiro hizo caso omiso a la advertencia, se exaspero y prefirió entrarse a la cocina. El rubio tuvo que ocuparse de un par de clientes que acaban de entrar a la panadería; no obstante, aún tenía presente la situación con su padre. Tan sólo esperaba que no fuera a pasar a mayores. 

 Y es que Argemiro Jiménez antes de entregarse a la fe había sido un mujeriego. No fueron pocas las veces que Cleotilde tuvo que enterarse de que su esposo tenía algún amorío escondido. Si no es por el mensaje de Dios y por la gracia derramada del cielo, aquel matrimonio hubiera seguido en las mismas, o incluso hubiera podido llegar a su fin.

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Esta historia cada vez más interesante.
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