Capítulo XI: Desesperación al Limite

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[Un Mes Después]

—Ya veo. ¿No hubo una tragedia esta vez?

—¡Casi lo hubo!

Preguntó San Rafael, y respondió un histérico San Gabriel que se encontraba acostado en un sofá de madera con cojines verdes. Ambos estaban en una habitación que parecía el consultorio de un médico o curandero de la época medieval, pero con innumerables macetas por los rincones, con todo tipo de plantas y flores de los bosques irlandeses. Los muebles, tales como sillones y sillas, eran de madera normal. Y en una pared se hallaba una ventana redonda sin vidrio, de la que se podía apreciar cerca un bosque, que a la luz del sol parecía mágico.

Aparte en toda la habitación sobrevolaban hadas del tamaño de un colibrí; todas brillando de color verde y vistiendo ropas simples de tela. Aquellas hadas entraban a la habitación y salían por la misma ventana para regar las plantas, ordenar los pergaminos en una estantería y/0 limpiar algunas zonas.

Pero esas hadas no eran reales, sino creaciones artificiales sin consciencia, producto de la magia de la diosa hada Clidna. Y como tal, no contaban como "sirvientes", ya que era ella misma quien las controlaba igual que marionetas. Sin embargo eso era temporal, puesto que cada hada creada tenía un límite de tiempo para mantenerse activo, y al agotarse el tiempo, desaparecía.

El sitio en el que estaba el arcángel mensajero era nada más ni menos que el hogar de San Rafael y la diosa Clidna: un pequeño planeta ubicado también en el Séptimo Cielo, cuyo ambiente era muy parecido a los bosques europeos, sobretodo los del Territorio Celta. Orbitaba por el mismo sol del que orbitan los otros planetas, en los que vivían los demás arcángeles y otros tipos de seres. Y al igual que estos mundos, contaba con su propia luna.

De momento era de día en ese planeta, y el arcángel mensajero había hecho una pequeña (y urgente) visita a su hermano arcángel sanador, en busca de consejos. Y no estaban solos; en el cuarto también se encontraba San Raziel, sentado en una silla de madera al lado de San Rafael, quien también se hallaba sentado en una silla aparte; ambos estaban frente al sillón donde descansaba San Gabriel.

Los tres portaban sus respectivas armaduras, debido a que era una ocasión especial, y es que el hermano ermitaño y el hermano sanador estaban allí para ayudar a su hermano mensajero; mientras éste último relataba cómo fue su vida tras unirse a las tres diosas, San Rafael escuchaba y daba su propia opinión, y San Raziel anotaba todo en un pergamino.

Parecía terapia psicológica.

—¡Es en serio, tuve que remodelar la biblioteca para poner todos sus libros! —seguía diciendo San Gabriel, desahogando todo su estrés acumulado en las últimas semanas—. La sala de armas estaba casi vacía, pero ahora está llena por la colección de armas de ellas. En el jardín tuve que hacer un espacio deprimente, muerto y oscuro para los cuervos de Morrigan, un lugar parecido al Territorio Céltico para ser solo de Brigit, y una zona de arena con un río semejante al desierto del Territorio Egipcio. Más un sinfín de cambios más. ¡Y ni hablar de mi dormitorio!

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó San Rafael, cruzado de brazos, y bastante perplejo de todo lo que ha sucedido en la vida matrimonial de su hermano mayor.

—Parece cuatro habitaciones en una. Por un lado están mis cosas, por otro lado las de Brigit, por otro las de Morrigan y por otro las de Wadjet —respondió San Gabriel, ahora tapándose el rostro con ambas manos—. Por lo menos me alegro de haber convencido a Morrigan de no traer sus sirvientes no-muertos. Ya de por si sus zonas de la casa son tétricas. Pero no puedo decir lo mismo de Wadjet, ¡ella aún sigue insistiendo en que tengamos sirvientes!

Immortalem: Inicio del Nuevo MitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora