La nave abandonada - William Hope Hodgson

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—Es el material —dijo el viejo médico de a bordo—. Más las condiciones y, quizás un tercer factor. Sí, un tercer factor, aunque habría que ver, habría que ver.

Interrumpió su frase y empezó a cargar la pipa.

—Siga, doctor —dijimos, alentándolo.

Estábamos en el salón de fumar del San-a-lea, viajando por el Atlántico Norte; el doctor era todo un personaje. Encendió la pipa; se acomodó y empezó a explicarse:

—El material es el medio de expresión de la fuerza de la vida, el punto de apoyo, en cuya ausencia es incapaz de expresarse o, en realidad, de expresarse en cualquier forma inteligible para nosotros. El papel del material en la producción de eso que llamamos Vida es tan poderoso y la fuerza de la vida está tan ansiosa de expresarse que estoy convencido de que, dadas las condiciones correctas, ésta se manifiesta incluso a través de un medio tan poco prometedor como es un pedazo de madera. Afirmo, caballeros, que la fuerza de la vida es a un tiempo tan ferozmente apremiante y tan indiscriminada como el fuego. Sin embargo, hay quienes consideran la esencia de la vida como exuberante. Hay aquí una paradoja.

—Sí, doctor —dije—. En resumen, usted argumenta que la vida es una cosa, un estado, un hecho o como quiera, que demanda un material a través del cual manifestarse, y que dado el material, más las condiciones, el resultado es la vida. En otras palabras, que la vida es un producto de la evolución. ¿No es cierto?

—Tal como entendemos la palabra —dijo el doctor—. Aunque podría haber un tercer factor. Pero estoy convencido de que es una cuestión de química; y una vez dadas las condiciones, el animal es tan omnipotente que se aferrará a cualquier cosa en la que pueda manifestarse. Es una fuerza engendrada por las condiciones, pero, con todo, esto no nos acerca ni un milímetro a su explicación, no más que a las explicaciones de la electricidad o del fuego. Pertenecen, los tres, a las fuerzas externas: monstruos del vacío. Nada que esté a nuestro alcance puede crear alguna de ellas; nuestro poder se limita a hacer, suministrando las condiciones, para que cada una de ellas se manifieste a nuestros sentidos físicos. ¿Me explico?

—En cierto sentido —dije—. Pero no estoy de acuerdo. Tanto la electricidad como el fuego son cosas naturales, pero la vida es algo abstracto, una especie de vigilia que todo lo penetra. Oh, no puedo explicarlo, ¡quien podría! Pero es espiritual; no sólo surgido de una condición, como el fuego, o la electricidad. El suyo es un pensamiento horrible. La vida es una especie de misterio espiritual.

—Tranquilo, muchacho —dijo el doctor, sonriendo—. O de lo contrario podría pedirte que demostraras el misterio de la vida de la lapa o del cangrejo, digamos —Me dirigió una sonrisa de inefable perversidad—. De todos modos —continuó—, supongo que como todos habrán adivinado, tengo una historia increíble que apoya teoría de que la vida no constituye un misterio o un milagro mayor que el fuego o la electricidad. Pero recuerden, caballeros, que aunque hayamos logrado darles nombre y aprovecharlas, estas dos fuerzas, siguen siendo, en lo fundamental, tan misteriosas como antes. Y, de cualquier manera, lo que voy a contarles no explicará el misterio de la vida; sólo les brindará uno de los pretextos sobre los que descansa mi sensación de que la vida es, como he dicho, una fuerza que se manifiesta a través de condiciones y que puede tomar para sus propósitos y necesidad la materia más increíble e improbable porque sin materia, no puede existir, no puede manifestarse.

—No estoy de acuerdo, doctor —interrumpí—. Su teoría destruiría toda creencia en una vida posterior a la muerte. Haría que...

—Silencio, hijo —dijo el anciano—. Primero escucha.

Ocurrió cuando era joven. Había rendido mis exámenes, pero estaba tan agotado que se decidió que me vendría bien un viaje por mar. No estaba en buena posición económica y al fin y al cabo me alegró procurarme un módico puesto de médico en un clíper de vela para pasajeros, que se dirigía a China. La embarcación se llamaba Bheotpte y poco después de cargar todo mi equipo a bordo desamarró, y nos dejamos caer por el Támesis. El capitán se llamaba Gannington, un hombre honesto aunque iletrado. El primer piloto, el señor Berlies, era un hombre sereno, austero, reservado, muy educado. El segundo piloto, el señor Selvern, era, tal vez por cuna y crianza, el más cultivado de los tres, pero carecía del vigor y la resolución de los otros.

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