El Sanctus - E.T.A. Hoffmann

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El doctor meneó la cabeza, pensativo.

—¿Cómo? —exclamó el director de orquesta, levantándose de la silla— ¿Cómo? ¿Entonces, el catarro de Bettina puede tener consecuencias?

El doctor golpeó el suelo con su bastoncito, y mirando fijo hacia lo alto, como si contase los rosetones del techo, carraspeó sin decir palabra. Esto sacó de sus casillas al director de orquesta, pues sabía que estos gestos del doctor no significaban otra cosa más que: Un caso difícil... no sé qué hacer ni cómo salir del paso, no hago más que dar vueltas, como aquel doctor del Gil Blas de Santillana.

—Bueno, diga Ud. algo —exclamó furioso el director de orquesta—, díganos que no es más que una simple ronquera que Bettina ha cogido a causa de la imprudencia de no ponerse el chal cuando salió de la iglesia, y que no le costará la vida a la pequeña.

—En absoluto —dijo el doctor, estornudando esta vez—; pero, y parece que ya no podrá cantar en toda su vida una sola nota.

Al oír esto, el director de orquesta se tiró de los pelos con ambas manos, de forma que los polvos se esparcieron por el suelo, y recorrió el cuarto arriba y abajo, gritando como un loco:

—¿No cantar más? ¿Nunca más? ¿Bettina? ¿Se acabaron las magníficas canzonettas, los boleros y seguidillas; que brotaban de sus labios como el aliento perfumado de las flores? No oír nunca más los piadosos Agnus, los consoladores Benedictus. ¡Oh! ¡Oh! ¿Nunca más un Miserere que me purifique de toda la escoria terrenal, de los pensamientos que me invaden cuando estoy componiendo los más puros temas religiosos? ¡Miente, doctor, miente! ¡Satanás lo tienta para mentir! El organista de la catedral, envidioso de mi Qui tollis de ocho voces, que maravilla al mundo entero, lo ha sobornado! ¡Lo que se propones es que caiga en la más horrible desesperación y que lance al fuego la misa que acabo de componer, pero no lo logrará, y ud tampoco lo logrará! Aquí, aquí la traigo, ¡con el solo de Bettina! —dijo golpeándose el bolsillo derecho de su saco, donde crujieron los papeles—, y la pequeña, como siempre, cantará con su voz sublime, que supera a la voz de las campanas.

El director de orquesta cogió el sombrero, y ya iba a marcharse, cuando el doctor le retuvo y le dijo suavemente:

—Admiro vuestro entusiasmo, querido amigo, pero no exagero. No conozco al organista de la catedral. Y todo va a suceder como digo. Desde que Bettina canta en los oficios divinos los solos del Gloria y del Credo, ha recaído en una ronquera y en una afonía que me hace temer, siendo ineficaz toda mi ciencia, que no volverá a cantar más.

—Bien —dijo el director de orquesta con una resignada desesperación—, entonces dadle opio que le produzca una dulce muerte, pues si Bettina no vuelve a cantar más, no podrá tampoco vivir, pues únicamente vive cuando canta, sólo existe en sus cánticos. Doctor, hágame el favor de envenenarla, y cuanto antes mejor. Tengo muy buenas relaciones con el Colegio de Criminalistas, estudié con el Presidente en Halle, era uno de los mejores músicos de cuerpo, y juntos tocábamos al anochecer, acompañados de coros de perros y gatos. No le molestarán por esta muerte digna. Pero, por favor, envenénala, envenénala.

—¿Se puede tener unos cuantos años, se puede uno empolvar el pelo desde hace tiempo, y respecto a la música hablar así? No es necesario gritar de este modo, no hay necesidad de hablar con esa audacia de muerte y de asesinato, así es que siéntese tranquilo en esa silla, y escúchame con calma.

El director de orquesta hizo lo que le indicaron.

—Realmente —comenzó el doctor— en el estado en que se encuentra Bettina hay algo raro y extraño. Habla alto, con toda la fuerza de que es capaz su organismo; no hay que pensar ni remotamente en las enfermedades usuales, incluso es capaz de dar el tono musical, pero en cuanto trata de elevar la voz, parece como si algo la paralizase, como unas cosquillas, unas punzadas, que obran como una enfermedad, de tal modo que los tonos de su voz, sin ser impuros o parecer propios de un catarro, suenan débiles e incoloros. A Bettina, incluso, le parecía que estaba como en un sueño cuando se intenta volar, y no se puede alzar uno del suelo. Esta actitud enfermiza estaba fuera de los límites de mi ciencia, y eran vanos todos los medios para combatirla, pues el enemigo al que debía combatir era semejante a un duende incorpóreo, contra el que daba en vano golpes de ciego. En cierto modo tenéis razón, director, pues la existencia entera de Bettina está condicionada por el canto, ya que solamente se puede concebir cantando a esta pequeña ave de paraíso, y creo que precisamente por eso está tan agitada, porque sabe que si su canto se agota, ella morirá al mismo tiempo, todo lo cual le perjudica mucho y dificulta mis esfuerzos para curarla. Bettina es, según ella misma confiesa, de naturaleza aprensiva, y por eso estoy convencido, después de ir a la deriva como un náufrago que se agarra a una tabla, de que la enfermedad de Bettina es más psíquica que física.

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