Vampirismo - E.T.A. Hoffmann

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El conde Hippolyt acababa de llegar de un larguísimo viaje de lejanas tierras para hacerse cargo de la cuantiosa herencia de su padre, fallecido ya hacía algún tiempo. El castillo familiar estaba ubicado en una de las comarcas más bellas y agradables, y las rentas que producían sus tierras servían sobradamente para contribuir con cuanto fuera necesario a su embellecimiento. Todo aquello que el conde vio a lo largo de sus viajes, sobre todo en Inglaterra, y que le había parecido encantador, de buen gusto o suntuoso, deseaba que surgiera ahora, de nuevo, ante sus ojos. Los artesanos, obreros y artistas que consideró necesarios para realizar sus proyectos acudieron a su llamada y, al cabo, comenzó a construirse alrededor del castillo un parque inmenso de gran estilo, que también incluía en su entorno la iglesia, el camposanto y la casa parroquial, las cuales pasarían también a formar parte de aquel bosque artificial. El propio conde dirigía las obras, pues poseía suficientes conocimientos como para hacerlo. Tal empeño puso en la tarea que ya había pasado más de un año sin que se le ocurriese seguir el consejo que le diera un anciano tío suyo, de mostrar su luz en la Corte y dejarse ver entre las damas casaderas del lugar para que pudiera elegir entre ellas como esposa a la que le pareciera más noble, buena y hermosa de todas. Precisamente, una mañana que se hallaba sentado a la mesa de dibujo esbozando el plano de un nuevo edificio, le anunciaron la visita de una anciana baronesa, una pariente lejana de su padre. En cuanto Hippolyt oyó el nombre de la baronesa, recordó que su padre había hablado siempre de aquella mujer con la más profunda indignación, e incluso con repugnancia, y que a veces también había advertido a personas que pretendían acercarse a ella que harían mucho mejor si se mantenían alejadas de la baronesa; sin embargo, el buen hombre jamás dio razón alguna que justificase su actitud. Si se le preguntaba expresamente acerca de estas razones, el conde solía contestar que existían ciertas cosas sobre las que más valía guardar silencio que hablar. Pero algo se sabía, pues en la Corte corrían oscuros rumores sobre un extraño y secreto proceso criminal en el que estaba implicada la baronesa, la cual, separada de su marido y expulsada del lejano lugar donde residía, se había librado de la prisión sólo gracias a la benevolencia del príncipe. Hippolyt se sintió muy molesto por la presencia de una persona a la que su padre aborrecía, a pesar de que no hubiera conocido las razones de dicho aborrecimiento. La ley de la hospitalidad que, sobre todo allí, en el campo, era algo prioritario, le obligaba a recibir a tan molesta visita. Jamás hubo persona alguna cuya apariencia exterior —y no porque fuera fea— hubiera provocado en el conde un rechazo tal como el que, precisamente, provocó en él la baronesa. Al entrar, traspasó al conde con una mirada de fuego, luego bajó los ojos y se disculpó por su visita con expresiones que rayaban en la humildad. Se quejó de que el padre del conde, poseído de un sinfín de extraños prejuicios sobre ella, a los que le habían inducido maliciosamente sus enemigos, la hubiera odiado hasta la muerte y que, sin consideración alguna, la hubiera arrojado a la más amarga miseria. Vivía, pues, avergonzándose de su estado y sin recibir ningún tipo de ayuda. Por fin, y de forma inesperada —siguió contando—, entró en posesión de una pequeña cantidad de dinero que le permitió abandonar la Corte y refugiarse en una alejada ciudad provinciana. No había resistido la tentación de realizar este viaje para conocer al hijo de un hombre al que, a pesar del odio injusto e irreconciliable del que la hacía objeto, sin embargo, nunca había dejado de respetar. Fue el emotivo tono de veracidad con que habló la baronesa lo que hizo que el conde se conmoviera, máxime cuando, en vez de contemplar la desagradable faz de aquella mujer, se hallaba inmerso en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba. La baronesa guardó silencio; el conde pareció no advertirlo, permanecía mudo. Entonces la anciana se disculpó, ya que, dado lo que significaba para ella estar en aquel lugar, por lo que la imponía e impresionaba, no le había presentado al conde de inmediato, nada más entrar, a su hija Aurelie. Sólo entonces recuperó el conde la palabra y, rojo como la grana a causa de la confusión que también advirtió en la encantadora jovencita, prometió a la baronesa que tuviera a bien concederle reparar aquello que su padre, sólo como causa de un malentendido, pudiera adeudarle, y que él mismo la tomaría de la mano para que entrase en su castillo. Para confirmar solemnemente su voluntad, tomó la mano de la baronesa, pero de súbito, la palabra y el aliento se le cortaron: un frío glacial inundó todo su ser. Sintió que unos dedos rígidos como la muerte aferraban su mano, y la alta y huesuda figura de la baronesa, que le miraba fijamente sin visión alguna en sus ojos, le pareció no ser más que un cadáver repugnante, muy acicalado y vestido con un traje multicolor.

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