El patio del vecino - Mariana Enriquez

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Paula se miró las manos, enrojecidas y marcadas después de empujar varias canastas de libros, mientras Miguel les pagaba y se despedía de los hombres de
la mudanza. Tenía hambre, estaba cansada, pero la casa le encantaba. Habían tenido mucha suerte. El alquiler no era caro y tenían tres habitaciones: una
sería el estudio; la otra, el dormitorio; la tercera probablemente quedaría para las visitas. En el patio, el anterior inquilino había dejado plantas sencillas
y muy lindas, un cactus crecido y una enredadera sana y alta, de un extraño verde oscurísimo. Y, lo mejor, la casa tenía terraza, con una parrilla y espacio
para montar un quincho techado si la dueña no se oponía, y Paula creía que los dejaría hacer todas las modificaciones razonables que se les ocurrieran.
Por un lado, le había parecido una mujer muy amable y tolerante («en el contrato dice que no pueden tener mascotas pero no le den pelota, a mí me encantan
los bichos») y, por otro, creía que estaba ansiosa por alquilar; los había aceptado con una sola garantía —la de los padres de Miguel: generalmente los
dueños pedían dos— y con un solo sueldo, también el de Miguel, porque Paula estaba sin trabajo por el momento. A lo mejor necesitaba el dinero o quería
tener la casa ocupada antes de que empezara a deteriorarse por falta de cuidado. 

A Miguel esa actitud le había causado un poco de desconfianza y antes de firmar el contrato pidió visitar la casa una vez más. No encontró nada preocupante:
el baño funcionaba perfectamente, aunque debían cambiar la cortina de la ducha que tenía hongos; la casa era luminosa, no resultaba ruidosa a pesar de
que daba a la calle y el barrio de casas bajas parecía muy tranquilo pero activo, con mucha gente en los negocios de la cuadra y hasta un sencillo bar
en la esquina. Tuvo que admitir que se había puesto paranoico. Paula, en cambio, había confiado desde el principio en la casa y en su dueña. Ya tenía planeada
la distribución del escritorio y los libros, ya tenía ganas de estudiar en el patio y de comprar un sillón cómodo para sentarse ahí con sus papeles y un
café. Tenía planeado terminar su carrera, rendir los tres exámenes que le faltaban para recibirse y quería hacerlo en un año, para después volver a trabajar.
Por primera vez ponía plazos, diseñaba los meses por venir, y la casa le parecía ideal para la misión. 

Desarmaron cajas y armaron pilas de libros hasta que el desorden resultó insoportable y pidieron una pizza por teléfono. La comieron en el patio, con la
radio encendida. Miguel odiaba los primeros días en una casa nueva, cuando aún no había televisión ni Internet y sentía un malhumor anticipado pensando
en los llamados que tendría que hacer durante semanas hasta que todo estuviera en orden y conectado. Pero estaba demasiado cansado para preocuparse. Después
de fumar un cigarrillo, se acostó sobre el somier sin sábanas y se quedó dormido. Paula se quedó despierta un rato más y llevó la radio a la terraza para
escuchar un poco de música bajo las estrellas. Muy cerca podía ver los edificios de la avenida; en algunos años, creía, las casas como la suya —la sentía
suya— iban a ser compradas y demolidas para hacer torres: el barrio no estaba de moda todavía, pero era cuestión de tiempo. No quedaba demasiado lejos
del centro, tenía estación de subterráneo y fama de apacible. Debía disfrutarlo mientras resultara indiferente. 

La terraza estaba bordeada por los habituales muros bajos pero también tenía un alambrado bastante alto, seguramente la dueña había tenido allí un perro,
a eso se refería con que adoraba los bichos, y de esta manera evitaba que se escapara. En una esquina, sin embargo, el alambre se había caído. Desde ahí
era posible asomarse y se alcanzaba a ver un pedazo del patio del vecino, apenas unas cuatro o cinco baldosas rojas. Bajó y buscó una manta liviana para
taparse en la cama: la noche se había puesto fresca. 

Los golpes que la despertaron eran tan fuertes que la hicieron dudar: debía ser una pesadilla. Hacían vibrar la casa. Los golpes en la puerta sonaban como
puñetazos de unas manos enormes, manos de bestia, puños de gigante. Paula se sentó en la cama y sintió cómo la cara le quemaba y el sudor le empapaba la
nuca. En la oscuridad los golpes sonaban como algo a punto de entrar, a punto de derribar la puerta. Encendió la luz. ¡Miguel dormía! Era increíble: debía
estar enfermo, desmayado. Lo sacudió brutalmente, asustada; pero para entonces ya no se escuchaban los golpes. 

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