El Chico Listo - Arthur Machen

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Habiendo abandonado definitivamente la universidad de Oxford, el joven Joseph Last se preguntaba insistentemente por lo que haría próximamente y en los años venideros. Era huérfano desde su temprana infancia, pues sus padres habían muerto de fiebres tifoideas con muy pocos días de diferencia cuando Joseph tenía diez años, y recordaba muy poco de Dunham, donde su padre fue el último de un vasto linaje de procuradores que ejercieron en el lugar desde 1797. Hace tiempo los Last habían vivido con holgura. De cuando en cuando se habían casado con la alta burguesía de los alrededores y dirigieron la mayoría de los negocios del condado, desempeñando las funciones de mayordomo en varias casas solariegas, viviendo generalmente en un mundo de discreta pero confortable prosperidad y alcanzando sus cotas más altas, tal vez, durante las guerras napoleónicas y después. Luego empezaron a declinar, nada violentamente, sino muy despacio, de manera que pasaron muchos años antes de que se dieran cuenta del lento pero firme proceso en marcha.

Los economistas entienden muy bien, sin duda, por qué el campo y sus poblaciones perdieron gradualmente importancia poco después de la batalla de Waterloo; y las causas de la decadencia y el cambio que, según él imaginaba, o creía imaginar, maltrataron tan lamentablemente a Cobbett, absorbiendo la vida y la resistencia de la tierra para nutrir la monstruosa excrescencia de Londres. De cualquier modo, incluso antes de la llegada del ferrocarril, las salas de reunión de las poblaciones rurales se volvieron polvorientas y desiertas, las familias del condado dejaron de ir a sus ‘casas de la ciudad’ en la estación veraniega, los pequeños teatros, donde la señora Siddons y Grimaldi habían actuado en sus diversos papeles, raramente abrían sus puertas, y los diestros artesanos, relojeros, ebanistas y otros por el estilo, empezaron a encaminarse a las grandes ciudades y a la capital. Eso ocurría en Dunham.

Desde luego, las fortunas de los Last se hundieron a la par que las de la ciudad; hubo especulaciones que no salieron bien, y la gente habló de una gran pérdida en bonos extranjeros.

Cuando murió el padre de Joseph, se comprobó que había suficiente para educar al chico y suministrarle un bienestar estrictamente modesto, y poco mas. Se estableció con un tío suyo que vivía en Blackheath y, tras unos pocos años en la muy conocida escuela preparatoria del señor Jones, fue a Merchant Taylors y de allí a Oxford. Consiguió una decorosa licenciatura (segundo en Mayores) y, comenzó entonces aquella perplejidad sobre qué haría consigo mismo. Su renta no le permitía más que chuletas y filetes, con algún ocasional asado de aves, y tres o cuatro semanas en el Continente una vez al año. De haberlo querido, podría haber hecho algo, pero la perspectiva la encontraba sosa y aburrida.

Él era un humanista bastante aceptable, con algo más que el conocimiento puramente técnico del latín y el griego y el interés profesional por ambos, propio de un profesor de tipo medio; con todo, la enseñanza parecía ser su única opción de empleo evidente y obvia. Pero no parecía probable que pudiera obtener un puesto en ninguno de los grandes colegios privados. En primer lugar, había desperdiciado sus oportunidades en Oxford. Había ido a una de las facultades más desconocidas, una de esas que aparecen en memorias que tratan de los primeros años del siglo diecinueve como centro y origen de la vida intelectual, y que por alguna razón o sin razón habían caído en el olvido. Nada existe contra ellas; pero nadie habla ya más de ellas. En uno de estos lugares Joseph Last hizo amistad con excelentes compañeros, tranquilos y alegres como él; pero no fueron, en el estricto sentido del término, los buenos amigos que un joven prudente suele hacer en la universidad. Uno o dos tenían en mente la abogacía, y dos o tres la administración pública; pero la mayoría de ellos estaban vinculados a coadjutorías y otros cargos rurales.

Generalmente, y por razones prácticas, no eran hombres cuyos cuchicheos en las altas esferas pudieran conducir a algo provechoso. Además, aun en aquellos días, los deportes adquirían otra vez importancia en los colegios mejor acreditados, y en eso el joven Last quedaba categóricamente excluido. Llevaba gafas con dos lentes partidas de un modo raro: su incapacidad atlética era terminante y total.

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