El mounstruo verde - Gerard de Nervar

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I
El castillo del diablo

Hablaré de uno de los más antiguos habitantes de París; antaño lo llamaban el diablo Vauvert.

De ahí nació el proverbio: «Eso queda en lo del diablo Vauvert. ¡Váyase al diablo Vauvert!». Es decir: «Vaya a… tomar el fresco en los Campos Elíseos».

Los porteros suelen decir: «Eso queda en lo del diablo de los gusanos», cuando quieren designar un sitio muy alejado[1]. Y la expresión significa que habrá que pagarles en buen dinero la comisión que se les encarga. Pero se trata además de una locución viciosa y corrupta, como muchas otras con las que están familiarizados los parisienses.

El diablo Vauvert es esencialmente un habitante de París, donde vive desde hace muchos siglos, si hemos de creer a los historiadores. Sauval, Félibien, Sainte-Foix y Dulaure han referido extensamente sus hazañas.

Parece que en los primeros tiempos habitó el castillo de Vauvert, que estaba situado en el lugar ocupado actualmente por el alegre salón de baile de la Chartreuse, al extremo del Luxemburgo y frente a las avenidas del Observatorio, en la Rue d’Enfer.

Ese castillo, de triste celebridad, fue demolido en parte, y las ruinas se convirtieron en una dependencia de un convento de cartujos, donde murió en 1313 Jean de la Lune, sobrino del antipapa Benedicto XIII.

Jean de la Lune había sido sospechado de tener relaciones con cierto demonio, que quizá fuese el espíritu familiar del antiguo castillo de Vauvert, pues, como se sabe, cada uno de esos edificios feudales tenía el suyo.

El diablo Vauvert dio que hablar nuevamente en la época de Luis XIII.

Durante muchísimo tiempo se había oído, todas las noches, un gran ruido en una casa construida con escombros del antiguo convento y cuyos propietarios estaban ausentes desde hacía varios años. Y esto aterrorizaba bastante a los vecinos.

Fueron a prevenir al teniente de policía, quien envió algunos de sus arqueros. ¡Cuál habrá sido el asombro de estos militares al oír un tintineo de vasos, mezclado de risas estridentes!

Se creyó en el primer momento que eran falsificadores entregados a una orgía, y juzgándoselos numerosos por la intensidad del ruido, se ordenó ir en busca de refuerzos.

Pero después se estimó que el pelotón no era suficiente; ningún sargento se mostraba ansioso por conducir sus hombres al interior de esa guarida, donde parecía oírse el fragor de todo un ejército.

Por fin, al amanecer, llegaron tropas suficientes. Entraron en la casa. No encontraron nada.

El sol disipó las sombras.

Durante todo el día prosiguieron las búsquedas; después se conjeturó que el ruido procedía de las catacumbas que, como se sabe, están situadas bajo ese distrito.

Se dispusieron a entrar; pero mientras la policía tomaba las precauciones necesarias, cayó nuevamente la noche y recomenzó el ruido, más fuerte que nunca.

Esta vez, nadie se atrevió a bajar, pues siendo evidente que en el subsuelo no había más que botellas, debía ser el mismo diablo quien las hacía bailar.

Se contentaron con ocupar los alrededores de la calle y pedir rogativas al clero.

Los clérigos elevaron sinnúmero de oraciones e incluso echaron agua bendita, por medio de jeringas, a través del tragaluz de la bodega.

El ruido persistió.

II
El sargento

Durante una semana una muchedumbre de parisienses no dejó de obstruir las inmediaciones, espantándose y pidiendo noticias.

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