Un terror sagrado - Ambrose Bierce

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I

      El último en llegar a Hurdy-Gurdy no produjo el menor interés. Ni siquiera fue bautizado con ese apodo pintorescamente descriptivo que con tanta frecuencia es la palabra de bienvenida al recién llegado a un campamento minero. En casi cualquier otro campamento de por allí esa circunstancia le habría asegurado algún apelativo como “El Enigma de la Cabeza Blanca” o “No Sarvey”, una expresión que ingenuamente se suponía sugería a las inteligencias rápidas la frase española quién sabe. Llegó sin provocar la menor ondulación de interés sobre la superficie social de Hurdy-Gurdy: un lugar que al desprecio general californiano por la historia personal de cada hombre añadía la indiferencia local por el suyo propio. Hacía ya muchísimo tiempo que nadie de la menor importancia había llegado allí, si es que había llegado alguien. Porque en Hurdy-Gurdy no vivía nadie.
       Sólo dos años antes el campamento había incluido una bulliciosa población de dos mil o tres mil hombres y no menos de una docena de mujeres. La gran mayoría de los primeros había trabajado duramente varias semanas para demostrar, ante el desagrado de las últimas, el carácter singularmente mentiroso de la persona que les había atraído hasta allí con ingeniosos relatos acerca de ricos depósitos de oro. Ese acto, pues todo hay que decirlo, no le produjo ni satisfacción mental ni beneficio económico, pues la bala de una pistola de un ciudadano de espíritu cívico había colocado a ese caballero tan imaginativo más allá del alcance de las calumnias al tercer día de crearse el campamento. No obstante, su ficción resultó tener de hecho ciertos fundamentos, por lo que muchos se habían quedado un tiempo considerable en los alrededores de HurdyGurdy, aunque ya hacía tiempo que se habían ido todos.
       Dejaron, no obstante, amplias muestras de su estancia. Desde el punto en el que Injun Creek se une al Río San Juan Smith, ascendiendo por las dos orillas del primero hasta el cañón en el que emerge, se extendía una doble fila de chozas desvencijadas que para lamentar su desolación parecía que fueran a caerse unas encima de las otras; y un número igual de cabañas se había esparcido pendiente arriba a ambos lados encaramándose sobre las prominencias, desde donde se inclinaban hacia adelante para tener una buena vista de la desoladora escena. La mayoría de esos habitáculos se habían ido demacrando, como por hambre, hasta alcanzar la condición de simples esqueletos de los que pendían desagradables jirones de lo que podría haber sido piel, pero en realidad era lienzo. El pequeño valle que habían abierto con pico y pala se veía afeado por las largas y curvadas líneas de los canalillos podridos que daban aquí y allá arriba de las crestas afiladas, y se apoyaban dificultosamente a intervalos sobre palos mal cortados. Todo el lugar presentaba ese aspecto tosco y lúgubre del desarrollo detenido que en un país nuevo sustituye a la gracia solemne de las ruinas forjadas por el tiempo. Allí donde había quedado algún resto del suelo original se habían extendido hierbas y zarzas, y en los lugares húmedos y malsanos el visitante curioso podría haber obtenido innumerables recuerdos de la antigua gloria del campamento: una bota sin pareja recubierta de moho verde y repleta de hojas podridas; un ocasional sombrero viejo de fieltro; restos de una camisa de franela; latas de sardinas inhumanamente mutiladas y una sorprendente abundancia de botellas negras distribuidas por todas partes con una imparcialidad verdaderamente universal.

II

      El hombre que acababa de redescubrir Hurdy-Gurdy no sentía curiosidad por su arqueología. Y cuando vio a su alrededor las lúgubres muestras del trabajo perdido y las esperanzas rotas, cuyo significado desalentador se veía acentuado por la pompa irónica del dorado barato que provocaba el sol naciente, su suspiro de fatiga no reveló ninguna sensibilidad. Simplemente quitó de lomos de su fatigado burro un equipo de minero algo más largo que el propio animal, ató éste a una estaca, eligió de entre su equipo un hacha pequeña y cruzó enseguida el lecho seco de Injun Creek para dirigirse a la parte superior de una colina baja que había al otro lado.
       Al pisar una valla caída que había estado formada por matas y tablas, eligió una de éstas y la cortó en cinco partes que afiló por uno de los extremos. Después inició una especie de búsqueda, agachándose de vez en cuando para examinar algo con gran atención. Finalmente su paciente examen debió verse recompensado por el éxito, pues de pronto se levantó cuan largo era, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra “Scarry” y se alejó enseguida con pasos largos e iguales que fue contando. Se detuvo y clavó en el suelo una de las estacas. Después miró cuidadosamente a su alrededor, midió un número de pasos sobre un terreno singularmente desigual y clavó otra estaca. Recorriendo dos veces esa distancia en ángulo recto con la dirección anterior clavó una tercera, y repitiendo el proceso metió la cuarta y finalmente la quinta. Hizo después una hendidura en la parte superior, en la que insertó un viejo sobre de cartas cubierto con un intrincado sistema de trazos hechos a lápiz. En resumen, había presentado una reclamación de terrenos de estricto acuerdo con las leyes de la minería local de Hurdy-Gurdy y había colocado la nota habitual.
       Es necesario explicar que uno de los terrenos adjuntos a Hurdy-Gurdy —que con el tiempo acabó estando adjunto a la metrópolis— era un cementerio. En la primera semana de la existencia del campamento había sido trazado cuidadosamente por un comité de ciudadanos. Al siguiente día se había producido un debate entre dos miembros del comité acerca de un lugar mejor, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Conforme el campamento había ido menguando, el cementerio fue creciendo; y mucho antes de que el último habitante, victorioso tanto contra la insidiosa malaria como contra el rápido revólver, hubiera apuntado la cola de su burro hacia Injun Creek, el asentamiento periférico se había convertido en un barrio populoso, ya que no popular. Y ahora, cuando había caído sobre la ciudad la hoja seca y amarilla de una desagradable senilidad, el camposanto —aunque algo desfigurado por el tiempo y las circunstancias, y no totalmente exento de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no hablar de los estragos del devastador coyote— respondía a las necesidades humildes de sus ciudadanos con razonable satisfacción. Formaba un generoso campo de dos acres —que había sido elegido con encomiable sentido de la economía, pero innecesariamente, porque no tenía valor como campo de mineral—, e incluía dos o tres árboles esqueléticos (de una robusta rama lateral de uno de ellos colgaba todavía significativamente una cuerda estropeada por el tiempo), medio centenar de montículos, una veintena de toscos tablones cuyas inscripciones mostraban las peculiaridades literarias ya mencionadas y una esforzada colonia de chumberas. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido bautizado con característica reverencia, podía jactarse justamente de una desolación de calidad indudablemente superior. El señor Jefferson Doman había hecho su reivindicación territorial en la parte más poblada de aquella interesante heredad. Si en la realización de sus designios consideraba adecuado extraer a alguno de los muertos, éstos tendrían el derecho a ser vueltos a enterrar convenientemente.

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