La mano de Goetz von Berlichingen. La main de Goetz von Berlichingen - Jean Ray

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Habitábamos en Gante, en el Ham, una casa grande y antigua, tan grande que yo estaba convencido de poder extraviarme en ella en el transcurso de mis desobedientes incursiones a los pisos superiores. Hoy existe aún; pero sobre ella pesan el silencio y el polvo del olvido, ya que no hay nadie que quiera habitarla con cariño.

Dos generaciones de marinos y de viajantes vivieron en ella, y, como el puerto está cerca, la llamada de las sirenas armoniza bien con las inmensas resonancias de los sótanos y los ecos empobrecidos de la calle sin alegría que es el Ham. Elodie, nuestra anciana criada, que estableció para su uso particular un calendario de santos propicios a las fiestas y a los ágapes familiares, había canonizado, en cierto modo, a algunos de nuestros amigos y visitantes, y, entre ellos, el más aureolado de gloria fue sin duda mi tío Frans-Pieter Kwansuys. Este hombre de bien y de alma grande no era tío mío, sino, todo lo más, primo lejano de mi madre.

Sin embargo, su gloria, de darle ese nombre tan íntimo, recaía sobre nosotros. Los días en que Elodie hacía pato asado o doraba a fuego lento los panecillos de melaza, él tomaba parte en el festín, porque era «de buen paladar» y discurría agradablemente a propósito de manjares, salsas y especias.

Frans-Pieter Kwansuys había vivido doce años en Alemania, se había casado allí y allí había enterrado, después de diez años de gran cariño, a su mujer y a su felicidad. Se había traído, aparte de sus queridos recuerdos cuyo secreto guardaba celosamente, el amor a los libros y a la sabiduría: un discurso de Goethe; una excelente traducción de la Jobsiade, ese poema heroico-cómico de Zacharie, tan agradable que parece digno, por su humor y su inspiración, de Holberg; algunas páginas sueltas de la extraña novela picaresca de Christian Reuter, Schelmuffski's Abenteuer; un fragmento de un tratado de espagírica, de Kurt Auerbach, y algunas empalagosas imitaciones del Tagebuch eines Beobachters seines selbst, de Lovater. Hoy, toda esa literatura polvorienta es mía, porque me la legó mi tío Kwansuys, con la esperanza de que, un día, pudiese sacarle algún provecho.

¡Ay! No he respondido a esta última esperanza y solamente el grito desesperado de Goetz von Belichingen…, aquel formidable héroe de un siglo atormentado que el discurso de mi querido tío sobre Goethe sacó a luz de forma tan curiosa…, queda vivo en mi memoria:

«¡Escribir! Eso no es más que un ocio atareado…»

Por cinco veces, sirviéndose de lápices de colores diferentes, mi tío subrayó esta frase. ¡Silencio y polvo!.. ¡Qué difícil es animar todo esto!.. Y si lo hago, es por culpa de la señal que recibo desde el fondo de las tinieblas.

El tío Kwansuys vivía en una casa vecina a la nuestra, en ese largo y desagradable Ham, sempiternamente crepuscular. Era menos grande que la nuestra, pero más oscura aún y más sonora durante los días de vendaval y lluvia. Sin embargo, habíase sustraído al ambiente taciturno, a la frialdad de las «cocinas bodegas» y a la oscuridad de los pasillos, una habitación alta y clara, tapizada de amarillo, calentada por una espléndida estufa Marlbach e iluminada por una lámpara de doble mecha que bajaba de la moldura central del techo con ayuda de un triple cable dorado. Durante el día, la masiva mesa ovalada desaparecía bajo los libros y las carpetas repletas de láminas; pero por la noche, a la hora de la cena, se cubría con un mantel blanco bordado en azul y naranja, y se cargaba de hermosa porcelana de Tournai y de cristal de Bohemia.

Se comían cosas exquisitas en aquellos platos y se bebían, en altas copas, vinos del Rin y del Bordelais. Alrededor de esta mesa, el tío Kwansuys reunía amigos que le eran queridos por la atención y la gran admiración que prestaban a sus discursos. Aún los veo, felices de atracarse de pierna de cordero asada al ajillo, de pollo salado, de raya adobada y de pastel de oca; pero también satisfechos, al parecer, de escuchar las doctas palabras de su anfitrión.

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