Amparo Davila - Oscar

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La joven dio la contraseña al empleado y esperó pacientemente a que le entregaran su equipaje. Se sentó en una banca y encendió un cigarrillo, tal vez el último que iba a fumar durante el tiempo que pasara con su familia. Sus ojos revisaban cuidadosamente el local tratando de descubrir si, en esos años de ausencia, había habido algún cambio. Pero todo estaba igual. Sólo ella había cambiado, y bastante. Recordó cómo iba arreglada cuando se fue a la capital: el vestido largo y holgado, la cara lavada y con su cola de caballo, zapatos bajos y medias de algodón… Ahora traía un bonito suéter negro, una falda bien cortada y angosta, pegada al cuerpo, zapatillas negras y gabardina beige; pintada con discreción y peinada a la moda, era una muchacha atractiva, guapa, ella lo sabía; es decir, lo fue descubriendo a medida que aprendió a vestirse y a arreglarse… El empleado le llevó sus dos maletas y le dijo:

—Si usted quiere, el coche del correo la puede llevar al pueblo, sólo cobra dos pesos, porque el camión tarda mucho en pasar.

La muchacha tomó asiento junto al gordo chofer del correo y le dio la dirección de su casa.

—¿A la casa de don Carlos Román? —preguntó sonriente el chofer—. Yo toco con él en la banda municipal los domingos en la tarde, y después lo acompaño hasta su casa. Si me permite, voy a detenerme en el correo a dejar el saco de la correspondencia. No me tardo nada.

El hombre entró a la oficina de correos con el saco de la correspondencia casi vacío. Ella pudo ver desde allí la vieja parroquia del pueblo con sus esbeltas torres, la Plaza de Armas con su quiosco y sus bancas de fierro y, al lado de la parroquia, la notaría de su padre. Sin duda estaba ahora inclinado sobre algún papel de oficio, escribiendo con pluma de manguillo sus letras tan bonitas y uniformes.

La muchacha pagó al chofer los dos pesos convenidos y se quedó un momento, antes de decidirse a tocar, contemplando la casa del notario, su propia casa. Viniendo de la capital parecía pequeña y modesta, pero allí era una buena casa pues tenía dos pisos y un sótano, cualidades raras en el pueblo. La pintura se veía maltratada, las ventanas y la puerta descoloridas, sin duda hacía tiempo que no se preocupaban por la casa. Tocó por fin la puerta y esperó, mientras el corazón le latía apresuradamente.

—¡Mónica! —gritó al verla Cristina y la estrechó cariñosamente. Los pasos de alguien que llegaba las hicieron separarse, y Mónica corrió a abrazar a su madre, a aquella mujercita flaca, de rostro ceniciento y ojos hundidos y sin brillo. Al abrazarla, Mónica se dio cuenta de la extrema delgadez de la mujer, de su rostro tan marchito y acabado, y se apretó a ella con ternura y dolor.

—¡Qué bueno que regresaste, hija! —decía la madre mientras se limpiaba una lágrima.

—¿Y papá? ¿Y Carlos?

—Papá está en la notaría, y Carlos sigue en la escuela. Ahora tiene a los niños de quinto.

—¿Y… Óscar…?

—Como siempre —dijo lacónicamente la mujer y suspiró. Su rostro parecía en ese momento más ceniciento y sus ojos más hundidos.

Al entrar a la recámara que había compartido con Cristina durante tantos años, Mónica sintió remordimientos y dolor de haber dejado a su hermana languideciendo, consumiéndose en aquel encierro, y no habérsela llevado con ella cuando se fue a la capital. La habitación estaba igual: las dos camas de latón con sus colchas tejidas de hilaza blanca, nítidas y estiradas, como acabadas de poner; el viejo ropero de madera de ojo de pájaro que ellas habían heredado de la abuela; el tocador con su plancha de mármol, y el aguamanil y la jarra de porcelana; el buró con su candelero dorado y su vela lista para ser encendida, y el florero con jazmines que Cristina había cortado para recibirla sabiendo cuánto le gustaba su perfume.

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