Los niños de la charca - Arthur Machen

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Hace algunos veranos atrás, en compañía de viejos amigos, me detuve en mi condado natal, en la frontera galesa.

Era un año seco y caluroso, y penetré en aquellos valles verdes y bien regados con una sensación muy reconfortante. Fue un alivio del ardor de las calles londinenses, de las noches sofocantes y cargadas, en las que los innumerables muros de ladrillo, piedra y hormigón y los interminables pavimentos arrojan a la cerrada oscuridad el fuego que a lo largo de todo el día han extraído del sol. Después de aquellas calzadas, que se han convertido en vías de ferrocarril con sus luces cambiantes, sus globos amarillos y sus barras y pernos de acero, y que amenazan de muerte instantánea si los pies no están al tanto, ¡qué descanso poder caminar en silencio bajo el verde follaje y escuchar el discurrir del arroyo desde el corazón de la colina!

Mis amigos eran viejos conocidos y me urgieron a que obrara a mi antojo.

El desayuno se servía a las nueve, pero era igual de excelente y copioso a las diez; y si quería podía tomar algo frío en el almuerzo o, en caso contrario, podía ausentarme hasta la cena a las siete y media. Entonces teníamos toda la noche para hablar de los viejos tiempos y de los cambios, confortados por la bebida, y luego acostarnos tranquilizados por los recuerdos y el tabaco, así como por el arroyo que serpenteaba abajo en el prado entre los sombríos alisos. ¡Y no se veía un solo “bungalow” en muchas millas a la redonda! A veces, cuando el calor era abrasador, incluso en esta lozana tierra, y el viento procedente de las montañas al oeste dejaba de soplar, pasaba todo el día a la sombra sobre el césped, pero, más a menudo, iba al campo y recorría los caminos que me eran familiares, tratando de descubrir otros nuevos en este feliz y desconcertante país. Vagaba por valles desconocidos y, a través de profundos y angostos senderos bordeados de setos, todavía más estrechos, supongo, que los viejos caminos de herradura, trepaba disimuladamente sin dirigirme obviamente a ningún lugar en particular.

El día en que me aventuré a emprender semejante expedición el viento era muy frío. No había nubes en el cielo, pero una espesa y luminosa niebla grisácea lo cubría todo. Por un momento parecía que el sol iba a brillar, dejando ver el azul del cielo; entonces, los árboles del bosque parecían florecer y los prados iluminarse; pero de nuevo la cargazón lo cubría todo. Me impresionó el pedregoso camino que subía desde la parte posterior de la casa hasta lo alto de la colina. Hacía muchos años que lo había recorrido por última vez, una tarde invernal en que las roderas estaban endurecidas por la helada, en los lugares altos los sombríos pinos sobresalían por encima de la nieve, y el sol estaba inflamado y todavía lucía por encima de la montaña. Recordé que el camino me había resultado bastante laborioso, con recodos a diestro y siniestro, y declives inesperados, seguidos de subidas a helechales y otros lugares espinosos que perturbaban la quietud de la noche invernal, y que volví a casa de mala gana. Entonces aproveché la oportunidad que me brindaba el día veraniego y resolví de alguna forma terminar con el asunto.

Pensé que habría sobrepasado el lugar en donde me detuve la otra vez, y retrocedí mientras la fría oscuridad y las resplandecientes estrellas se abalanzaban sobre mí. Recordé la inclinación del seto desde el que contemplé el redondo túmulo en lo alto de la barrera montañosa; en la ladera había una granja blanca, cuya granjera todavía llamaba a su perro con voz aguda y débil a lo lejos, como antes lo había hecho él o su padre. A partir de ahí, creí encontrarme en un país desconocido; los fresnos se apiñaban a ambos lados del camino y confluían por encima de él: proseguí mi camino hacia lo desconocido a la manera de las únicas buenas guías turísticas, o sea los cuentos de los caballeros de antaño.

El camino bajaba, subía y volvía a descender a través de la espesura del bosque. Luego desaparecieron los árboles a ambos lados, aunque los setos eran tan altos que no me dejaban ver el resto del camino. Y precisamente al final del bosque había una de esas sendas o pequeños senderos de los que he hablado, que partía a mi derecha y serpenteaba rápidamente fuera del alcance de la vista, bajo el follaje de avellanos, rosas silvestres, arces y carpes, con algún acebo salteado y la dorada madreselva y la oscura brionia brillando y trepando por todas partes.

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