El Ingles Reanimado - Mary Shelley

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Quizá se recuerde que el 4 de julio pasado apareció un párrafo en los periódicos indicando que el doctor Hotham, de Northumberland, cuando regresaba hace unos veinte años de Italia, sacó de debajo de una avalancha en el monte St. Cothard, en las proximidades de la montaña, a un ser humano cuya animación había sido suspendida por la acción de las bajas temperaturas. Al aplicársele los remedios habituales, el paciente fue resucitado para descubrirse que se trataba del señor Dodsworth, hijo del anticuario Dodsworth, que falleció en el reinado de Carlos I. Tenía treinta y siete años de edad en el momento de su inhumación, que había tenido lugar durante su regreso de Italia en 1654.

Se añadió que tan pronto como se hubiera recuperado lo suficiente volvería a Inglaterra bajo la protección de su salvador. Desde entonces no hemos oído hablar más de él, y varias iniciativas para el interés público, que se habían iniciado en mentes filantrópicas al leer la noticia, ya ha retornado a su prístina nada. La sociedad de anticuarios se había abierto camino a varios votos de medallas, y ya había comenzado, en idea, a considerar qué precios podía permitirse ofrecerle al señor Dodsworth por sus viejas ropas y a conjeturar qué tesoros en cuanto a panfletos, canciones antiguas o cartas manuscritas podían contener sus bolsillos. Desde todos los puntos se empezaron a escribir poemas de todas las clases, elegíacos, congratulatorios, burlescos y alegóricos. En favor de dicha información auténtica, el señor Godwin había suspendido la historia de la Commonwealth que acababa de iniciar.

Es duro no sólo que el mundo se vea privado de esos destinados dones de los talentos del país, sino también que se le prometa y luego se le niegue un nuevo tema de romántica maravilla e interés científico. Una idea novel vale mucho en la rutina corriente de la vida, pero un hecho nuevo, un milagro, una desviación del curso palpable de las cosas hacia la aparente imposibilidad es una circunstancia a la cual la imaginación debe aferrarse con deleite, y de nuevo repetimos que es duro, muy duro, que el señor Dodsworth se niegue a aparecer, y que los creyentes en su resurrección se vean obligados a soportar los sarcasmos y argumentos triunfalistas de aquellos escépticos que siempre se mantienen del lado seguro de la barrera.

Ahora bien, nosotros no creemos que haya ninguna contradicción o imposibilidad unida a las aventuras de esta joven reliquia. La animación (creo que los fisiólogos se muestran de acuerdo) se puede suspender con facilidad durante unos cien o doscientos años, o unos pocos segundos. Un cuerpo herméticamente sellado por la helada se ve por necesidad preservado. No se le puede añadir nada o quitarle algo a aquello que se halla absolutamente aislado de la acción de un agente exterior: no puede acontecer ninguna descomposición, pues algo jamás se puede volver nada. Bajo la influencia de ese tratado que nosotros llamamos «muerte», el cambio, mas no la aniquilación, nos quita de la vista el mundo corpóreo; la tierra recibe sustento de él, el aire se alimenta de él, cada elemento coge lo suyo, forzando así el pago de lo que ha prestado.

Sin embargo, los elementos que flotaban sobre la helada mortaja del señor Dodsworth carecían de poder para superar el obstáculo que éste les presentaba. Ningún céfiro podía arrancarle un cabello, ni la influencia de la húmeda noche o de la suave mañana podía penetrar su panoplia más que diamantina. La historia de los siete Durmientes radica en una interpretación milagrosa: durmieron. El señor Dodsworth no durmió; su pecho jamás se alzó, sus latidos se vieron detenidos; la muerte tenía posado el dedo sobre unos labios de los que nunca podría escapar un aliento. Y entonces se le liberó, la tenebrosa sombra fue desterrada para su propia perplejidad. Su víctima se había quitado el gélido hechizo y se levantó un hombre tan perfecto como el que se tumbó hace ciento cincuenta años.

Con ansiedad hemos deseado que se nos comunicaran algunos detalles de sus primeras conversaciones y la manera en que ha aprendido a adaptarse a su nuevo escenario de vida. Pero como se nos niegan los hechos, permítasenos esbozar una conjetura. Se puede adivinar cuáles fueron sus primeras palabras de las expresiones usadas por las personas expuestas a accidentes más cortos de similar naturaleza. Pero a medida que recupera toda su capacidad, la trama se hace más densa. Su ropa ya ha estimulado el asombro del doctor Hotham: la barba puntiaguda, los rizos sobre la frente, que, hasta que se descongeló, se mantenían rígidos bajo la influencia de la escarcha y la helada; su traje hecho como el de los retratos de Van Dyck, o (una similitud más familiar) como el disfraz del señor Sapio en Winter's Opera of the Oracle, sus zapatos en punta..., todo hablaba de otra época. La curiosidad del salvador le descubrió que el señor Dodsworth estaba a punto de despertar.

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