El conde Magnus - M R James

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De qué modo llegaron a mis manos los documentos que me han servido para tejer una historia coherente es algo que el lector averiguará al final. Sin embargo, es preciso que estos extractos vayan precedidos de una aclaración sobre la forma en que obran en mi poder.

Consisten en una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura de moda en el siglo XIX, durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen ejemplo es el Diario de una estancia en Jutlandia y las islas danesas, de Horace Marryat. Por lo general estos libros hablaban de alguna región poco conocida; ilustrados con xilografías, y daban información sobre alojamientos y medios de comunicación como esperamos encontrar hoy en cualquier guía turística, y consistían en entrevistas con hombres cultos, posaderos ocurrentes y campesinos parlanchines; gente abierta en una palabra. La idea era compilar material para un libro así.

Su autor es un tal señor Wraxall. Lo que sé de él procede de los datos que aportan sus escritos, de los que infiero que era un hombre de mediana edad, posición acomodada, y solo. Por lo visto carecía de residencia fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y posadas. Es probable que abrigara la idea de establecerse en un futuro que jamás llegó para él; y creo también que muy posiblemente el incendio del Panthecnicon de principios de los setenta destruyó gran cantidad de material que habría arrojado abundante luz sobre sus antecedentes, porque alude una o dos veces a las pertenencias que guardaba almacenadas en ese establecimiento. Parece ser, además, que el señor Wraxall había publicado un libro a propósito de unas vacaciones que había pasado una vez en Bretaña. Salvo eso, no sé nada más de tal libro, porque después de buscarlo activamente en las bibliografías he llegado al convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo seudónimo.

En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una opinión. Debió de ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de entrar en el consejo de gobierno de su Colegio de Oxford, el de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto fue una excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que éste en concreto pagó bastante caro al final. Estaba elaborando el esquema de otro libro sobre la que resultó ser su última expedición. Escandinavia, una región no tan conocida por los ingleses hace cuarenta años, le había parecido un campo interesante. Debió de topar con unos cuantos libros antiguos de historia o memorias de Suecia, y se le ocurrió que había materia para una descripción del viaje por Suecia, entremezclado con episodios de la historia de alguna gran familia sueca. Así que se proveyó de cartas de presentación para personas importantes en Suecia, y partió a principios del verano de 1863.

No hace falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia en Estocolmo. Sí debo decir que cierto savant residente le puso tras la pista de una importante colección de documentos familiares pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos. Llamaremos a dicha mansión Rábäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es ése su nombre. De los edificios de su género, es uno de los mejores de toda la comarca, y el grabado de 1694 que lo reproduce en Suecia antigua et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente tal como el turista puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que respecta a materiales —ladrillo rojo y de piedra—. El hombre que mandó construir esta mansión era vástago de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes aún son dueños de ella. De la Gardie es el apellido con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.

Acogieron al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en que se alojara en la casa durante sus investigaciones. Pero prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad para conversar en sueco, se instaló en la posada del pueblo. Este arreglo suponía hacer andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos de una milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban -diríamos que ocultaban- unos cuantos árboles añosos y corpulentos. Cerca de ella encontrabas el jardín vallado, y a continuación una apretada arboleda que bordea uno de esos lagos de que está salpicado el país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un empinado monte, y en la cima estaba la iglesia cercada de árboles altos y oscuros: era un edificio singular para unos ojos ingleses. La nave central y las laterales eran bajas, y estaban ocupadas con bancos y galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo, de colores alegres y tubos plateados. El techo había sido decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y horrendo juicio final lleno de llamas pálidas, ciudades que se derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y demonios marrones y sonrientes. Del techo colgaban coronas de latón; el púlpito era como una casa de muñecas, y estaba cubierto de pequeños querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse hoy en muchas iglesias suecas, pero lo que distinguía a ésta era un añadido al edificio original.

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