La Casa de los Azulejos - Sheridan Le Fanu

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La vieja Sally siempre ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a la cama. No es que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la limpieza y sólo molestaba a la anciana lo suficiente para que no se considerara inservible. A su manera, Sally hablaba por los codos y conocía toda suerte de cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a Lilias a dormirse placenteramente, pues sabía que no tenía nada que temer mientras viera a la vieja Sally sentada con su labor junto al fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el párroco, al subirse a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián de la casa estaba despierto y atareado)

La vieja Sally estaba contando a su joven ama cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y embrujada Casa de los azulejos
—En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y no creen en nada, ni siquiera en los fantasmas —dijo Lilias.

—Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir ahora lo curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad de lo que cuentan —contestó Sally.

—Bueno, yo no he dicho que Mr. Mervyn sea un librepensador, pues no sé nada de él; pero, si no lo es, debe de ser una persona muy valiente y muy buena. Sally, te confieso que yo sentiría muchísimo miedo si tuviera que dormir allí -dijo Lilias con un pequeño estremecimiento mientras se representaba unos momentos la vieja mansión con su singular aspecto maligno, amedrentador y furtivo, como si la vergüenza y la culpa la hubieran obligado a ocultarse entre los viejos y melancólicos olmos y las abundantes cicutas y ortigas.

—Y ahora que me encuentro a salvo en la cama, mi querida viejecita Sally, atiza el fuego (aunque era la primera semana de mayo, la noche era gélida) y cuéntame otra vez lo que pasó en ese caserón, a ver si consigues asustarme de verdad.

Así, la buena anciana Sally, que creía a pie juntillas en aquellas historias, arrancó a hablar en aquel terreno en el que tan bien se desenvolvía con amable cadencia, ora aminorando el ritmo para describir una escena de horror especial, ora deteniéndose por completo. Ees decir, suspendiendo su labor y mirando con misterioso asentimiento a su joven ama, que ya estaba acurrucada en su cama de columnas ora, finalmente, bajando la voz en una especie de susurro narrativo cuando llegaba el momento critico.

Así, le contó cómo, cuando los vecinos arrendaron el huerto que llegaba hasta las ventanas de la parte trasera de la casa, los perros que tenían entonces se pasaban toda la noche dando aullidos salvajes entre los árboles y arrastrándose junto a los muros de la casa, y cómo les daba tanta pena que les entraban ganas de abrir la puerta y dejarlos entrar; aunque poca necesidad había allí de perros, pues nadie, ni joven ni viejo, se atrevía a salir al huerto después de caer la noche.

No, los doradas camuesos que asomaban entre las hojas iluminadas por los rayos del sol poniente y resultaban tan apetecibles a los escolares de Ballyfermot seguían intactos cuando resplandecía el sol matutino, perfectamente protegidos por el misterio de la noche. Prevención que no se debía a ningún capricho. Cuando se hizo con el huerto, Mick Daly escogió como lugar para dormir el desván encima de la cocina y juró que, a las cinco o seis semanas de estar durmiendo allí, había visto por dos veces la misma escena, que no era otra que una dama vestida con capucha, la cabeza inclinada y un dedo en los labios, caminando en silencio por entre los retorcidos troncos con un niño pequeño de la mano, que iba sonriendo y brincando a su lado. Y la viuda Cresswell se encontró con ellos a la caída de la noche en la vereda del huerto y no supo de qué se trataba hasta que vio a los hombres intercambiarse miradas inteligentes mientras ella contaba la historia.

—A mí me contó aquello varias veces —dijo la vieja Sally—. Se topaba de repente con ellos en una revuelta del camino, junto al espeso grupo de árboles viejos, y se detenía creyendo que se trataba de alguna dama que había venido aquí por alguna razón; pero los forasteros pasaban raudos como la sombra de una nube, aunque la mujer parecía caminar despacio y el niño no dejaba de tirarle de la mano; y no repararon en ella, ni siquiera levantaron la cabeza cuando los saludó. Y ¿no se acuerda del viejo Clinton, MissLilly?

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