Afortunado en el juego - E.T.A. Hoffmann

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Piermont fue más visitado que nunca en el verano de 18... De día en día iba en aumento la llegada de ricos y nobles extranjeros, lo que hacía rivalizar a toda clase de especuladores. Así, pues, los banqueros del faro tuvieron buen cuidado en amontonar gran cantidad de oro reluciente, con el fin de atraer a la caza más noble que, como diestros cazadores, pensaban hacer suya. ¿Quién no sabe que en la temporada de baños en los balnearios, en que nadie sigue sus antiguas costumbres, todos se entregan, sin premeditación, a una gran ociosidad, a una holganza placentera, a la que resulta irresistible el atractivo y el encanto del juego? Se ven entonces, personas que jamás tocaron una carta acercarse a la banca como jugadores acérrimos, y sobre todo, por lo menos en el mundo elegante, es de buen tono encontrarse todas las noches en la mesa de juego y jugarse algún dinero.

Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigfredo, era el único que parecía no hacer caso de este encanto irresistible. Cuando todos se apresuraban hacia la mesa de juego, privándole de la posibilidad de entretenerse con la conversación, que tanto le gustaba, se dedicaba a dar paseos solitarios, siguiendo el curso de su fantasía, o permanecía en su aposento con un libro en la mano, o bien ejercitándose en algún ensayo literario y poético.

Sigfredo era joven, independiente, rico, de noble figura y modales elegantes, de tal modo que todos le querían y lisonjeaban, y gozaba de éxito entre las mujeres. Añádase a esto que en todo lo que emprendía parecía favorecerle una estrella singular. Contábanse toda suerte de aventuras amorosas, que para otro cualquiera hubieran tenido consecuencias funestas, y que para él tuvieron un desenlace feliz y de facilidad increíble. Los ancianos que conocían al barón tenían la costumbre de hacer mención de su buena suerte y solían contar la historia de un reloj, historia que le había sucedido en sus años juveniles.

Sucedió, según decían, que Sigfredo, siendo menor de edad, hizo un viaje, y encontrándose en apuros económicos para poder seguir, tuvo que vender su reloj de oro, ricamente guarnecido de brillantes. Se vio obligado a vender, por muy poco dinero, este valioso reloj; como diese la casualidad que en el mismo hotel se alojase un joven príncipe que, precisamente, buscaba una joya semejante, obtuvo un precio mayor de lo que valía.

Había transcurrido un año y ya Sigfredo se había transformado en un hombre dueño de sí mismo, cuando en otro lugar leyó en el periódico que se rifaba un reloj. Compró una papeleta, que apenas si costaba nada, y ganó el reloj guarnecido de brillantes que había vendido. Poco después lo cambió por una sortija de gran valor. Durante algún tiempo entró al servicio del príncipe G., que a su partida le regaló como recuerdo, en prueba de su aprecio, el mismo reloj de oro guarnecido de brillantes y una rica cadena.

Esta historia dio lugar a que volviese a hablarse de la antipatía de Sigfredo por las cartas y su total negativa a tocarlas, aunque su manifiesta buena suerte podía predisponerle hacia ellas, y todos estuvieron de acuerdo en que el barón, no obstante sus buenas cualidades, era un avaro, muy medroso y cobarde para exponerse a la menor pérdida. Aunque la conducta del barón desmentía estas sospechas de avaricia, no lo tuvieron en consideración, y como siempre suele acontecer que la mayoría de la gente se obstina en añadir un pero a la reputación de un hombre de mérito, y este pero siempre puede encontrarse, aunque sólo sea en su imaginación, todos quedaron muy satisfechos con la explicación de la antipatía de Sigfredo por el juego.

Pronto supo Sigfredo lo que de él afirmaban, y como era de condición liberal y magnánimo, y nada odiaba y despreciaba más que la tacañería, decidió, para confundir a sus calumniadores, aunque su aversión al juego era mucha, librarse de aquella molesta sospecha, perdiendo dos o más cientos de luises de oro. Con esta intención se acercó a la mesa de juego, dispuesto a perder una gran suma de dinero; pero también en el juego le favorecía la fortuna, como acostumbraba en todas sus empresas. En todas las cartas que elegía, ganaba. Los cálculos cabalísticos de los más consumados jugadores fallaban ante la buena suerte del barón. Bien cambiase las cartas, bien conservase las mismas, siempre salía ganando.

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