Después - Edith Wharton

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―Sí; hay uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es.

La aseveración, lanzada alegremente seis meses antes en un radiante jardín de junio, volvió a Mary Boyne con una nueva dimensión de su significado, en la oscuridad de diciembre, mientras esperaba a que trajesen las lámparas a la biblioteca. Estas palabras las había pronunciado su amiga Alida Stair, cuando tomaba el té en su jardín de Pangbourne, refiriéndose a la misma casa cuyo «elemento» principal era la biblioteca en cuestión. A su llegada a Inglaterra, Mary Boyne y su marido, buscando un rincón apartado en uno de los condados del sur o el sureste, habían confiado esta misión a Alida Stair, quien lo había resuelto perfectamente; aunque no sin que antes hubiesen rechazado, casi caprichosamente, varias sugerencias prácticas y prudentes que les brindó: «Bueno, está Lyng, en Dorsetshire. Perteneces a los primos de Hugo, y podéis conseguirla por un precio de ganga».

Las razones que dio por las que podían comprarla tan barata ―estar lejos de la estación; no tener luz eléctrica ni instalación de agua caliente y demás necesidades vulgare―, eran exactamente las que concurrían a favor para una pareja de románticos americanos que buscaban perversamente aquellas gangas que se asociaban, en su tradicción, con la inusitada gracia arquitectónica.

―Jamás creeré que vivo en una casa vieja, a menos que sea completamente incómoda ―había insistido en broma Ned Boyne, el más extravagante de los dos―; el más pequeño indicio de comodidad me haría pensar que la había comprado en una exposición, con las piezas numeradas y vueltas a montar.

Y se habían puesto a recitar con humorística precisión la lista de sus diversas dudas y exigencias, negándose a creer que la casa que la prima les recomendaba fuese realmente de estilo Tudor, hasta que se enteraron de que carecía de calefacción central, y de que la iglesia del pueblo estaba literalmente en su terreno, además de recalcarles la lamentable incertidumbre en cuanto al abastecimiento de agua.

―¡Es demasiado incómoda para ser cierto!

Edward Boyne se había ido animando a medida que le sonsacaban la confesión de un nuevo inconveniente, y de repente interrumpió su rapsodia para preguntar, con súbita desconfianza:

―¿Y el fantasma? ¡Nos estás ocultando que no tiene fantasma!

Mary, en ese momento, se había reído con él; aunque, casi mientras reía, dotada como estaba de dotes perceptivas independientes, había captado una nota de sequedad en la respuesta alegre de Alida.

―Bueno, Dorsetshire está lleno de fantasmas.
―Sí, sí; pero eso no me vale. Yo no quiero tener que viajar diez millas para ver el fantasma de otro. Lo que quiero es uno que sea mío particular. ¿Hay alguno en Lyng?

La respuesta había hecho reír a Alida otra vez; y fue entonces cuando había exclamado tentadoramente:

―¡Sí, hay uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es!
―¿No lo sabremos? ―la atajó Boyne―. Pero ¿qué demonios da razón de ser a un fantasma sino el hecho de aparecerse a alguien?
―No sé; pero ésa es la historia.
―¿Qué hay un fantasma, pero nadie sabe que es un fantasma?
―Bueno; en todo caso, hasta después.
―¿Hasta después?
―Hasta mucho, mucho después.
―Pero si ha sido identificado alguna vez como tal visitante extramundano, ¿por qué no se ha transmitido ese signalement1 en la familia? ¿Cómo se las ha arreglado para conservar su anonimato?
Alida solo pudo negar con la cabeza:
―No me preguntes; pero lo hay.
―Y luego, de repente ―dijo Mary como desde las profundidades cavernosas de la adivinación―, de repente, mucho tiempo después, te dices a ti misma, ¿era él?

Se estremeció ante el sonido sepulcra con que la pregunta cayó sobre el humorismo de los otros dos, y vio cruzar fugazmente la sombra de la misma sorpresa en las pupilas de Alida.

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