3. El equidista

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   Una batalla inevitable comenzó a desarrollarse. El poder de unas estaciones contra otras. El uso de poderes, armas e incluso malos trucos estaba permitido. No existía contemplación o gentileza alguna. Usaban todo lo que tenían a disposición para atacar o defenderse.

    Agata trataba de mantener inmóvil a Ryan, con raíces y enredaderas. A su vez, Naina las enterraba en nieve, logrando debilitarlas.

    La ventaja de tres contra dos estaba a favor de los atacantes.

    Allan logró arrinconar a Kya, pues para desgracia de ella el príncipe pudo burlar todas sus técnicas de defensa. Utilizó la hoja de su navaja para levantar su mentón y hacer que sus miradas se encontraran. Entonces trazó una línea en su delicada mejilla, dejando fluir un hilo de sangre roja.

    Era un cuchillo de hielo lo que había utilizado, por eso el dolor era mayor. No solo rompía la carne y los tejidos, sino que también congelaba las células que hería, haciéndoles imposible regenerarse en ese instante.

    Kya tuvo que morderse los labios con fuerza para no dejar salir un chillido de dolor. No quiso darle ese placer. En cambio, lo miró con toda la furia que le profesaba.

—Es una pena. Para ser el engendro de Otoño eres bastante agraciada —comentó Allan, analizándola sin ningún tipo de emoción.

    Para su desconcierto la chica le sonrió con arrogancia.

—Confías demasiado en que todo salga como lo planeas, príncipe de Invierno —le dijo Kya con sorna.

    Usó sus poderes para transportarse unos metros detrás de él. Aprovechó el desconcierto inicial del principe de Invierno para patearlo por la espalda y despojarlo de sus armas.

    Cuando el chico se recompuso y quiso devolverle el golpe. Una luz blanca incandescente lo segó. Al momento siguiente todos se hallaban en un lugar diferente.

    Era de noche y un viento agradable recorría ese extraño bosque. Los árboles que se veían por esos lares eran sumamente extraños. Algunas ramas intensamente verdes y florecidas, otras secas y cargadas de nieve.

«Staciony» concluyeron todos al observar las dos lunas en el cielo.

    El chirrido de una puerta hizo que los cinco voltearan en esa dirección. Un hombre de aspecto acrecentado por los años y de espesa barba se asomaba desde una especie de cueva.

—Al fin están aquí —soltó una risa ronca—. Pasen, pasen.

   El viejecito movió sus manos en un gesto, invitándolos a entrar a su morada. Los jóvenes por su parte lo miraron con desconfianza. Parecía un ermitaño y no sería inteligente acercarsele mucho sin conocer sus intenciones.

—Oh, entiendo —el señor volvió sobre sus pasos—. Debería presentarme primero.

    Ante las miradas confusas se aclaró la garganta, hizo una reverencia media y dijo así:

—Herederos estacionales, teneís frente a vosotros a mi humilde persona. Me suelen llamar "El equidista", pero el nombre que mis progenitores me entallaron es Brial Aplomb.

    El asombro se implantó en el rostro de cada uno de los presentes al oír aquel título. El equidista era casi un mito. Se especulaba que era un antigüo mago que por sus imprudencias obtuvo una maldición de una bruja. Dedicado a preservar la equidad, la igualdad y el equilibrio en el planeta.

—¿El equidista? —inquirió Kya.

—El mismo que viste y calza —dijo Brial—. Ahora acompañénme que una larga charla tengo que darles.

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