Despierto y me encuentro con mi compañera de celda mirándome de hito en hito.
Está de pie y tengo su cara frente a la mía. Esta mujer me acojona.
—Roncas.
Detesto cuando alguien ronca. Sé lo mucho que puede molestar. Así que me disculpo:
—Lo siento. Me pondré de lado.
Empiezo a hacerlo, pero niega con la cabeza.
—Tengo una idea mejor.
—¿De verdad? Ponerme de lado suele funcionar. Mi abuela solía pedirle a mi abuelo...
—Deja de respirar.
La miro confundida. Sus ojos me dicen que si no puedo dejar de respirar por mí misma, ella puede ayudarme a conseguirlo.
Inspiro una bocanada de aire y lo guardo en la boca. Ella asiente con satisfacción y regresa a su litera con pasos firmes. Los muelles chirrían bajo su peso cuando se gira de forma que pueda verme.
Justo antes de que yo pierda la consciencia, se abre la puerta de la celda.
—Tú. —El agente me señala—. Vamos.
Me deshago de la manta y bajo de un salto. Cuando paso junto a mi compañera de celda, que me dedica un gruñido seguramente porque ha oído que estoy respirando, cometo una estupidez:
—Te huele el aliento a pedo —le siseo y le hago un corte de mangas. Antes de que se pueda levantar de la litera, he salido de la celda y la puerta se ha vuelto a cerrar de forma que ella se ha quedado dentro. Sonrío porque soy una mujer libre y no puede matarme.
—Siéntate. —El agente de policía me señala una silla plegable de metal que hay en el pasillo junto a su cubículo. Me siento mientras él sirve café en una taza y me lo ofrece. Además, me tira una cucharilla de plástico, un par de sobres de azúcar y un poco de leche en polvo.
Me acabo de preparar el café mientras el agente se sienta y empieza a aporrear las teclas del teclado con solo dos dedos. Parece aburrido. El uniforme le va pequeño. Lleva las gafas manchadas. Y el pelo peinado por encima de una zona de calvicie.
Se repantiga en la silla, cruza las manos detrás de la nuca y me mira de hito en hito.
—Los chicos que te recogieron nos dijeron que te habías montado un fuego en el porche de
alguien.
Asiento y tomo otro trago de café.
—¿Quieres explicármelo?
Le ofrezco una parte de la verdad, empiezo con la parte en la que llego a casa de Luke. Me lleva un rato contar la historia porque no puede parar de reírse. Y no deja de interrumpirme repitiendo todo lo que le cuento formulado como una pregunta. Cuando termino, le cuesta sofocar las ganas de reír y a mí me entran ganas de darle un puñetazo en la cara.
—Mira —me dice una vez consigue hablar sin sonreír—. Como te arrestaron solo por una infracción menor, voy a dejar que te marches... Si viene alguien a buscarte.
—¿Y no puedo irme sola?
Niega con la cabeza y me mira con dureza.
—Te estoy haciendo un favor. No te pases.
—¿Y si no tengo a nadie para que me venga a buscar?
—En tal caso, tendré que ficharte. Y alimentarte. Y todo eso cuesta dinero. Y no quiero tener que hacerlo.