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—Te das cuenta de que son treinta y dos putos pisos de escaleras, ¿verdad? ¿Eres consciente de cuánto vamos a tardar? —La voz de Harry resuena en el hueco de la escalera. Está apoyado en la pared, lleva tejanos y otra camiseta ceñida y alza una ceja perfecta (que jura y perjura que no se depila) con expresión interrogativa.

—Sí. Por eso salimos treinta minutos antes. Así que o empiezas a bajar o eres un imbécil y te montas en el ascensor. Pero si se te para, no esperes que venga a salvarte. —Empiezo a bajar por las escaleras.

Antes de llegar al primer rellano, oigo que suspira y que empieza a seguirme.

—De acuerdo. Y cuando no puedas más a medio camino, porque te agotarás, no esperes que te lleve a cuestas los pisos que queden.

—Me llevarás si te pido que lo hagas.

—Y una mierda lo voy a hacer.

Lo miro por encima del hombro y me sorprende descubrir que tan solo se encuentra a dos escalones de distancia.

—Sí que lo vas a hacer.

—Peaches... —gruñe, a modo de advertencia.

Para hacerle ver que tengo razón, finjo que doy un traspié. Demostrando unos reflejos veloces como un rayo, me agarra y me ayuda a recuperar el equilibrio.

—Vigila, cielo.

«Vaya, ¿dónde ha quedado ese gruñido?».

Quiero esbozar una sonrisa de suficiencia, pero bastante tengo con derretirme. Como llevo derritiéndome por él estos últimos dos días.

Desde el ataque en el ascensor, Harry se ha mostrado sumamente cauteloso. Me ha tratado como si fuera una piedra preciosa. Me ha mimado. Me lo ha dado todo en bandeja. No estoy segura de si ha sido porque lo he asustado o si es porque se está enamorando de mí. Yo no lo he dicho. Lo ha dicho él.

No sabe que lo oí por la noche. No tengo intención de contárselo. Pero incluso aunque no me lo hubiera dicho, lo habría descubierto por cómo me trata.

Tras el incidente, dormí casi todo el día. Cuando me desperté, ya era de noche. Harry seguía en la cama conmigo, me abrazaba como si temiera que alzara el vuelo sin que él se diera cuenta. Se

despertó en cuanto empecé a moverme. Me besó la cabeza. Me preguntó cómo me encontraba. Me preparó la cena y me la trajo.

A la mañana siguiente, me desperté sola en la cama. Me invadió la tristeza y la soledad. Sin embargo, se desvanecieron enseguida cuando lo descubrí sentado en la silla de la habitación. Escribía en el portátil. Llevaba pantalones cortos de deporte y nada más. Y tenía el pelo lacio y brillante del sudor tras su entrenamiento matutino.

Me acerqué a él. Necesitaba su consuelo tanto como necesito respirar. Tras salir de la cama a gatas, Harry me recibió en sus brazos. Y me abrazó. Me frotó la espalda. Me llevó a la ducha. No me pasó por alto que esperara a ducharse hasta que yo despertara. Y, por alguna razón, este hecho me hizo llorar, pero las lágrimas quedaron camufladas en el chorro de agua.

Nos pasamos el día mirando la televisión. Incluso me dejó escoger la película. Y yo, que soy una romántica empedernida que no puede ser más fiel al cliché, escogí El diario de Noa. Lloré en las escenas más sentimentales. Harry ponía los ojos en blanco. Pero no se quejó en ningún momento.

Bueno, excepto por la parte en la que el protagonista le pregunta a la protagonista una y otra vez: «¿Qué quieres?».

Harry soltó su habitual «Me cago en la leche...» y negó con la cabeza.

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