Me gustaría confesar que he mentido.
Pero, de verdad... ¿qué se esperaba Dios?
Acabo de entrar en la mente de millones de lectores. Este sitio es el ático de lujo por antonomasia de todo protagonista rico de cualquier novela romántica. Un espacio diáfano. Ventanales que van del suelo hasta el techo con vistas al centro de Chicago. Suelos de madera noble. Una escalera de espiral con pasamanos de cristal. Una chorrada artística cuelga del techo y estoy bastante segura de que se trata de una manguera antiincendios que alguien ha rociado con pintura dorada.
Tiro la chaqueta al suelo y me saco de una patada las botas y los pantalones. Vestida con nada más que el jersey, me adentro en la estancia. Acaricio la parte posterior del sofá de cuero blanco y recorro con los dedos la mesa de caoba que hay al lado. Poso la mano sobre el cristal curvo que se extiende a lo largo y ancho de la pared. Está templado. Y no frío, como había imaginado.
Las vistas.
Madre mía, qué vistas.
Las luces parpadean y resplandecen sobre el telón de fondo de un cielo negro y despejado. Los edificios de distintas alturas iluminados con toda una gama de colores descollan sobre las calles, punteadas con las luces de los coches que circulan. Es casi abrumador. La idea de levantarse con estas vistas por la mañana y ver cómo el sol despunta por detrás de los edificios es...
«Vale tanto la pena ir a la cárcel por esto».
Si el resto de la casa es tan maravilloso como las vistas, quizá me tendré que quedar hasta que el señor Styles vuelva. Entonces, haré que se enamore de mí. No debería llevar mucho tiempo. Soy un partidazo.
Tiro la bolsita de caca en la barra y abro la enorme nevera de acero inoxidable. Está llena de productos que solo se pueden comprar en una tienda de esas de alimentos orgánicos e integrales.
Con las dos puertas abiertas de par en par, tomo una fotografía. Las cierro y saco más fotos de la cocina y del arte que la decora en todo su esplendor. Luego, le hago una foto a las vistas. Al salón. A la larga mesa de comedor de cristal.
—Así me gusta. —Me dejo caer sobre una rodilla para tomarla desde otro ángulo—. Así, perfecto. Sonríele al pajarito.
A la derecha de la cocina hay un cuartito de baño que podría estar un poco más elaborado, la verdad, pero no está nada mal. Otra puerta del salón conduce a un despacho. Reconozco el olor de las especias y el toque de eucalipto. El señor Styles fuma cigarros.
Me imagino a ese chico sentado ante el escritorio, desnudo, con un cigarro en la mano y una sonrisa y el deseo me invade. Me entran ganas de follarme su silla y restregar la vagina por las paredes para marcar el territorio.
«Tranquilízate, pervertida».
Dejo que mis ojos se paseen por los altos estantes repletos de libros que hay a ambos lados de la puerta. El escritorio de madera, inmenso, se alza en el extremo opuesto de la habitación, mirando a la entrada. Me siento en la silla voluminosa de cuero. Doy vueltas hasta que me mareo y luego inspecciono todos los cajones. Están cerrados a cal y canto.
No hay ordenador. No hay artículos de papelería. No hay bolígrafos personalizados. Alzo la piedra grande y gris que hay en una esquina del escritorio y que supongo que es un pisapapeles. Toco la lámpara y se enciende. La vuelvo a tocar y aumenta de intensidad. Al cabo de otros seis toques empieza a atenuarse. Entonces, tengo que tocarla ocho veces más para que la maldita lámpara se apague. El único otro objeto presente en el escritorio es un teléfono elegante y negro sin cable que debe de haber salido del futuro.