«Tengo hipo».
«Aclárate la garganta».
«Cierra los ojos».
«Cuenta hasta tres».
—Des... per... ado... o... o... o...
Tomo aire después de este inicio brutal y me preparo para dejar pasmada a toda esta gente con mi voz angelical que sin duda hará que hasta los ángeles del cielo se mueran de la envidia y maldigan el día en que yo me uní a su coro. Pero justo cuando estoy a punto de cantar a grito pelado el siguiente verso, oigo una queja entre el público que me es demasiado familiar:
—Me cago en la leche...
Recorro con la mirada los setenta y cinco metros cuadrados de bar karaoke buscando el origen de la voz masculina que ha usado la maldición habitual de Harry y ha interrumpido mi canción. El hombretón casi calvo, de cara roja y que viste con un peto y se sienta en un rincón parece el típico que se cabrea por cualquier cosa. Así que no me extraña que se haya enfadado, porque soy maravillosa.
Le indico con un ademán al muchacho que lleva la máquina del karaoke que detenga la canción. Cuando la música se apaga, me vuelvo hacia el hombretón.
—Eh... Perdone, señor. Pero se podría decir que he tenido muy mal día. —Hipo—. El hombre del que estoy enamorada quiere una relación sin compromiso. Así que estoy un poco sentimental ahora mismo y necesitaría que no se comporte como un capullo, ¿vale?
El discursito me ha valido un montón de expresiones comprensivas, tres chupitos de whisky barato y una salva de aplausos que me animan a terminar la canción. Así que dejo que todo el mundo me compadezca. Me bebo el whisky. Y con un gesto de cabeza le indico al muchacho a cargo del karaoke que vuelva a ponerme la versión de Desperado de Clint Black.
Inspiro hondo. Hipo otra vez. Cierro los ojos. Cuento hasta tres.
—Des... per... —Hipo—. Ado... o... o...
—Me sangran las orejas, joder.
«Será cabr...».
—¡Señor! —Todo el mundo se encoge al oír el pitido del micro cuando lo arranco del pie para encararme con el cretino de mierda que no sabe distinguir una estrella en ciernes aunque la tenga delante de las narices—. ¿Le importaría callarse la boca y dejar que me desahogue?
Hipo.
—Claro, bonita. Desfógate lo que quieras, pero no cantes. Lo fulmino con la mirada.
—Cantar me ayuda a sentirme mejor.
—Y a nosotros nos hace sentir peor. —Su réplica de mierda le hace ganar unas cuantas risitas entre dientes del público compuesto por una treintena de personas. Se vuelve hacia Emily, que se cuenta entre los que se ríen y está sentada en la barra—. ¿Siempre ha cantado así de mal?
—Siempre.
«Hostia, Emily». Más hipo.
—Bueno, ¿qué? ¿Puede una tener el corazón roto? ¿Puedo cantar de pena y beber whisky
barato... —Hipo—. ¿Y tener hipo y no tener que oír tantas críticas?
—Puedes hacer lo que quieras en el escenario, mujer. Todo menos cantar. Otra ronda de carcajadas.
Hipo.
Y más vasos que se levantan para brindar por la sugerencia de que me calle. Incluso Emily levanta su Smirnoff de manzana verde.
«¿De qué va? ¿Qué es, una alumna de segundo curso de instituto?».
—Vamos a ver si lo he pillado. —Hipo—. No puedo cantar... La noche de karaoke... para ayudarme a lidiar con el que seguramente es el peor día de mi vida... pero ¿puedo hacer cualquier otra cosa? Entonces, puedo desnudarme aquí delante de vosotros, pervertidos, y está perfecto, ¿no?