Nunca en la vida habría pensado que estaría corriendo por la acera con una bolsa de caca de perro calentita en la mano mientras me pisaban los talones un golden retriever muy lanzado y su dueño, fuera de sí.
La gente de Chicago se toma la mierda demasiado a pecho.
¿Quién demonios tuvo la genial idea de que todo el mundo recogiera el zurullo caliente de un perro? El parque que hay aquí incluso tiene un dispensador de esas bolsitas gratuitas con la imagen de un perro que lleva una bolsita llena de su propia caca en la boca.
En el pueblecito en el que crecí, Mount Olive, en Misisipi, a nadie le importa dónde caga tu perro. Si por casualidad pisas una mierda, restriegas el zapato en la hierba hasta que consigues eliminar la mayor parte. Si entras en una tienda y ves que la gente se pone a olisquear, como si pensara «huele a mierda de perro», la reacción habitual es que todo el mundo compruebe sus zapatos. Entonces, es de buena educación que la víctima diga «soy yo». Y todo el mundo asiente y le indica dónde está la parcela de hierba más cercana.
Sin embargo, ahora mismo me da la sensación de que estoy a miles de kilómetros de casa. Esquivo un parquímetro y casi arrollo a una mujer que lleva un cochecito.
—¡Lo siento! —Levanto las manos y corro marcha atrás mientras me disculpo. La mujer me fulmina con la mirada y se agacha para bajar la cremallera y comprobar que su bebé está bien. Me siento fatal. Hasta que su chihuahua minúsculo estira el cuello adornado con un pañuelo hacia mí.
«Joder...».
Me cago en Chicago. Me cago en el perro. Me cago en la mierda.
Me cago en Luke Duchanan.
Han pasado muchos años desde que hice el ridículo en unos grandes almacenes y tuve que enrolarme en un curso de control de la ira. Sin embargo, aún oigo la vocecita del instructor cada vez que me cabreo.
«A ver, Peaches, la única culpable de que estés en esta situación no es nadie más que tú.
Repasemos lo que has hecho para llegar a este punto».
Claro, venga. Repasémoslo.
Luke Duchanan le robó el corazón a mi mejor amiga cuando ella vino a Chicago en un programa de prácticas de verano. Seis meses después, se lo rompió cuando ella lo pilló con la polla metida en el culo de otra. Mi amiga volvió a Misisipi. A mi apartamento. Y he tenido que ver cómo lloraba y gimoteaba y se tragaba todo mi vino durante estas últimas dos semanas.
Así que cuando me contó que Luke tenía fobia a la caca de perro, supe qué debía hacer: llegar al límite de la tarjeta de crédito para volar a Chicago la víspera del peor tormentazo de nieve que ha asolado el estado de Illinois, poner un poco de caca de perro en una bolsita, prenderle fuego en el porche de casa de Luke y grabar cómo intentaba apagarla.
Luego, subo el vídeo, se vuelve viral y le arruino la vida a Luke. Hago que mi mejor amiga, Emily, sonría. Nos vamos a un bar. Se lo explica a un chico que está más bueno que Luke. Echan un polvo en el aparcamiento. Emily supera su mal de amores. Y entonces, se muda a otra parte y me deja vivir en paz, joder ya.
Sencillo, ¿verdad? Pues no.
¿Por qué?
Porque es complicadísimo encontrar mierda de perro en Chicago, Illinois.
Así, cuando me he acercado al montón de caca, con el brazo metido en seis bolsas de plástico gratuitas, el amo del perro me ha preguntado que qué hacía. Y yo se lo he dicho:
—Mira, hombre, de verdad que necesito la caca del perro, ¿vale?
Pero no creía que me fuera a perseguir por toda la ciudad, y en esas estamos. Y ni de coña se puede decir que nada de esto sea culpa mía.