Capítulo 49: El sacrificio de la luna

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Dublín, 10 de marzo

Cuando los rayos incineraron a Pitón, un chirrido metálico se elevó entre el fragor del combate. Sergio se giró hacia The Spire y observó con incredulidad como el metal de ésta comenzaba a ondularse en un punto bajo y con forma de puerta. Segundos después el metal desapareció, dejando un hueco para entrar.

—¡Erik! ¡Tienes que recuperar el rayo! —le avisó Sergio, señalando la abertura.

La reencarnación de Zeus se giró hacia el monumento de metal y avanzó hacia él envuelto en una maraña de rayos azules y dorados.

Sergio entendió que la entrada a The Spire tenía una protección especial para que sólo se abriese si percibía el poder de Zeus. Imaginando aquella explicación, observó como Erik desaparecía en el interior de la columna.

La sensación de poder fue remitiendo poco a poco, hasta que el chico volvió a la normalidad. Erik miró a su alrededor, agotado y confuso. Se hallaba en una sala grande de paredes de piedra, con dos antorchas en unos brazos de hierro oxidado. Se giró y vio como la puerta desaparecía ante sus ojos.

No tardó en entender que The Spire tenía que estar afectada por algún sortilegio mágico. De otra manera sería imposible que un espacio así cupiese en ella.

Avanzó en silencio, intentando no hacer ruido. No sabía que peligros podían esperarle allí dentro, si es que había alguno. Su parte divina, que seguía latiendo dentro de él, percibía un aura familiar. Erik siguió ese instinto hasta encontrarse delante de una de las antorchas. Agarró el brazo de metal y tiró de él. Con un sonido de piedras al chocar, la pared que había frente a él se desplazó a un lado y dio paso a otra habitación más grande.

Ésta estaba hecha de obsidiana. En el centro había una esfera de cristal con una vara luminosa dentro, chisporroteando electricidad. Erik lo reconoció al instante. Sus manos liberaron una pequeña descarga.

Era el rayo.

Corrió hacia él e intentó romper la burbuja cristalina, pero fue incapaz. Era increíblemente dura. Entre sus intentos por destrozarla, vislumbró tres enormes sombras, ocultas donde no llegaba la luz. Aquellas figuras desprendían un poder que a Zeus también le resultaba conocido.

Intentado averiguar la manera de romper la cúpula, se acercó a una de ellas. Creó una esfera de rayos en la mano derecha para poder ver mejor.

Ante él se alzaba una estatua de ocho metros de alto. Era un cíclope de piedra. Su ojo miraba hacia delante. Tenía el torso descubierto y una falda de cuero en la cintura. En una mano portaba un gigantesco escudo de seis metros de diámetro, y en la otra lo que parecía una maza. Se encontraba sobre un pedestal con una incripción.

Erik se agachó y pasó la mano por la placa dorada para quitarle el polvo. En ella se podía ver, escrita en griego antiguo, la palabra: Brontes, el Trueno.

Su alma divina se removió al ver ese nombre y le empujó a mirar las otras figuras.

La segunda de ellas era exactamente igual, solo que en vez de un escudo gigante tenía una larga vara. Su pedestal rezaba: Arges, el Relámpago.

La última figura era más alta que las otras dos, de unos diez metros. Portaba una lanza en cada mano, con extrañas inscripciones en las puntas. Su pedestal tenía escrito: Estéropes, el Rayo.

Erik no reconoció esos tres nombres, pero Zeus sí. Entablaron una conexión momentánea sin que el chico pudiese hacer nada por evitarlo, y averiguó que eran los tres cíclopes primigenios. Ellos fueron los que forjaron el rayo de Zeus para la batalla contra los Titanes. Pero había algo raro en las estatuas, como si estuviesen embadurnadas con magia.

El Resurgir del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora