Capítulo 35.

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En mi mente todo iba en cámara lenta, sin embargo, la realidad era otra.

Alejandro iba tenso en el lado del copiloto, aferrado con sus uñas al cuero del asiento en el que iba. Podía escuchar su respiración agitada, pero en ese momento no me importaba. Absolutamente nada me importaba, ni el hecho de ir a más de 120 km/h, ni que mi amigo rezara en voz baja por nuestra seguridad, ni que pudiera matar a alguien en mi alocada manera de manejar. Lo único que quería era llegar a la casa de Marcela.

Rebasaba a los pocos coches del tráfico nocturno, metiéndome entre ellos, acelerando y frenando de vez en cuando, oprimiendo el claxon para que se dieran prisa en un semáforo. Estaba convertido en un lunático, y no consideraba el hecho de que un tránsito pudiera detenernos. 

Mis manos sujetaban el volante con demasiada fuerza, incluso mis nudillos se habían vuelto blanquecinos. El corazón me martilleaba con fuerza y mis pulmones dolían cada vez que drenaban el aire a mi sistema. En cierto punto llegué a considerar que mi cuerpo estallaría por tantas emociones combinadas.

Quería mantener la calma, pero cuando viré en la calla de la casa de Marcela, el pánico se apoderó de mí. Habían tres patrullas y dos ambulancias. Los vecinos se habían congregado alrededor de una cinta amarilla policíaca, y sus rostros se veían fúnebres debido a las sirenas de las patrullas que alternaban los colores azul y rojo. 

 —¡No, no, no, no! —grité, sintiendo que el corazón se me salía por la boca.

Frené de golpe enfrente de la casa más cercana que conseguí, y me bajé corriendo de la camioneta sin preocuparme de apagarla, o asegurarme de que Alejandro seguía vivo luego de mi actuación de psicópata medio ebrio conduciendo a más del triple de la velocidad establecida por la ley. 

Corrí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, y desde la lejanía visualicé a Maryell, Pamela y Carmen, quienes intentaban controlar los sollozos de los hermanos de Marcela. Los rostros de los pequeños estaban amarillentos y empapados por las lágrimas que seguían saliendo sin control.

Llegué a su lado, con la respiración entrecortada, y mi mirada se cruzó con la de Lili, quien se zafó del agarre de Maryell y corrió hasta mí para encerrarme en un abrazo. Mi cuerpo se tensó ante su toque, y lo único que conseguí fue sobar su cabeza sin mucho interés.

Pamela se acercó a mí, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos. Apartó a la pequeña de mi lado sin mucha gentileza.

 —¿Qué...? —mi voz fue interrumpida cuando ella negó por lo bajo y tomó mi mano para apartarme de los demás, provocando que los nervios de mi cuerpo se tensaran. 

—No se lo preguntes a ellos. Fue un impacto demasiado grande.

De nuevo Maryell se hizo cargo de Lili y la llevó junto con su hermano, quien me miraba aterrado, buscando una pizca de esperanza sobre mí.  

Cuando estuvimos lo suficientemente alejados de los hermanos de Marcela, la chica morena que estaba frente a mí apretó mi hombro con preocupación.

—Pamela, dime qué demonios está ocurriendo —pedí desesperado. 

Un par de policías de aspecto rigurosos, guiaron a un hombre delgado al interior de la casa, el cual llevaba un bata negra que tenía en la espalda la palabra forense con letras blancas. 

—¿Por qué hay un forense aquí? —pregunté con un temblor en la voz.

—Escuché que fue un suicidio —respondió con la voz quebrada.

Sentí que el mundo a mi alrededor se volvió lento. La brillante luz de las sirenas no hacía sino empeorar el palpitante dolor que sentía en el cráneo. Afortunadamente, Alejandro se acercó a mí y me abrazó tan fuerte como pudo.

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora