Capítulo 32.

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Eran las dos de la mañana y Marcela no paraba de llorar. 

Desde nuestra pequeña discusión por el futuro, ella se había convertido en un manojo de emociones. Al principio su furia la hizo azotar la puerta del cuarto cuando se encerró gritando que nunca volvería a hablarme. Después de casi una hora, salió con la cabeza gacha y se aceró a mí, pidiendo perdón por haber actuado de una manera tan desorbitada. Tras abrazarla y asegurarle que todo estaba bien, comenzó con su llanto descontrolado. Jamás la había visto llorar de aquélla manera, ni siquiera cuando me contó acerca de cómo su padre intentó abusar de ella. Marcela era demasiado fuerte, y no solía quebrantarse tan a menudo pero, cuando lo hacía, era porque los pedazos afilados de su corazón la lastimaban de una forma inimaginable. 

Estábamos sentados en la sala, con nuestras manos unidas sobre su regazo. Su rostro se veía cansado, pero su belleza seguía intacta.

—Lo siento tanto —dijo por enésima vez. 

—Marcela —acuné su rostro con ambas manos e hice que me mirara—, deja de lamentarte, no has hecho nada malo. 

En una fracción de segundo, sus ojos adquirieron una tristeza preocupante. Y de igual manera, su boca se curvó en una mueca de desesperanza. Negó por lo bajo, intentando controlar el temblor de sus extremidades. Apreté sus manos y respiró con fuerza.

—Sí lo he hecho —confesó con nuevas lágrimas corriendo por sus mejillas. 

—Pensar en tu futuro y el de tus hermanos no es un delito. 

—No es éso por lo que me siento culpable —se restregó el rostro con ambas manos—. Debí decírtelo antes.

—¿Qué ocurre? —pregunté alarmado. 

—¿Recuerdas el chico sobre el que te estaba hablando hace rato?

Asentí, indeciso entre querer saber si Marcela se estaba enamorando de alguien más, o sólo era él quien molestaba a mi novia. 

—Cuando estuve en el hospital me envió un ramo de flores. También me ha estado insistiendo en que salga con él y te olvide —suspiró, temerosa—. Pero éso no es lo peor de todo, él asegura que tú... estás viendo a alguien más, a una exnovia que te encontraste en el gimnasio. 

La noticia me golpeó con fuerza. Tantas veces diciéndome que debía cuidar de Marcela, aconsejándome de no lastimarla ya que ella valía la pena, después su repentino cambio de idea al incitarme a ver a otras chicas. Sabía de quién se trataba. Sabía quién era el acosador de Marcela.

—Victor —dijimos al unísono.

Ella parecía tensa y, al mismo tiempo, sorprendida. Por mi parte, sentí una inmensa rabia con ambos. Con Víctor por haber fingido apoyarme en mi relación, cuando lo único que quería era acercarse a Marcela. Y ella, tan inocente por haber creído que al guardarme el secreto todo estaría bien. 

Pero no, ¡nada estaba bien!

—¿Cuándo pensabas decírmelo? —pregunté con la mandíbula apretada.

—Quise hacerlo aquél día en el hospital, pero me dio miedo. 

—¿Miedo? ¿Por qué?

—De cómo pudieras reaccionar —respondió taciturna, apartando la mirada de mi rostro—. Te enfrentaste a Alan por mi culpa y casi te matan, no quería que ocurriera lo mismo. 

—Haz de creer que soy un debilucho —sugerí avergonzado.

—No es éso, simplemente...

—Yo tampoco he sido honesto contigo —jugueteé con mi lengua dentro de mi boca, mientras Marcela me miraba atenta—. Teresa Hansen, es mi exnovia. 

—¿Ella es con quien has estado saliendo a mis espaldas? —preguntó con la voz forzada—. ¿Por éso te llamó hace rato?

Marcela se levantó del sillón, con los brazos cruzados sobre su abdomen. El dolor que su mirada irradiaba me estaba apuñalando en el pecho. No quería decepcionarla, no de nuevo. 

—Nos encontramos en el gimnasio y me invitó a salir, pero no acepté. 

—¿Y por qué tiene tu número? —cuestionó enfurecida. 

Su mirada se había transformado en una gélida capa de enojo. Incluso, su postura rígida y recta le brindaba otros centímetros de estatura, volviéndola más amenazante. 

—Cometí el error de decírselo, pero te juro que no tenía planeado salir con ella. 

—¿Y por qué no me lo dijiste? Te conté acerca de mis planes de trabajar para su padre, y ¿aún así me lo ocultaste?

—Marcela, por favor, escúchame. Ella es parte de mi pasado, tú eres mi presente. 

—Pero no sé si tú serás parte de mi futuro. 

—¿Estás terminando conmigo? 

—Daniel —hizo ademán de tomar mi mano pero me aparté—, no hagas ésto.

—Respóndeme —pedí con voz ronca mientras rodeaba la mesa para alejarme de ella. 

—Debes decidir, si vas a seguirla viendo o estar conmigo —dijo con tono molesto. 

—No hay nadie más con quien quiera estar que no seas tú.

Se acercó a mí, cuidadosa, temiendo que fuera a rechazarla, pero la estrujé en un fuerte abrazo y dejé que enterrara su rostro en mi cuello. 

Imaginaba que en una relación todo era amor y cariño, como solía serlo en los libros o películas, pero la realidad era completamente diferente. Llevaba más de un mes con Marcela y las cosas se nos estaban escapando de las manos. Si permitíamos que una tercera persona se entrometiera en nuestra relación, todo terminaría, sin embargo, los único que realmente podían estropear la relación, éramos nosotros. 

—No quiero que pienses que soy la torpe chica que le perdona todo a su novio —dijo mirándome con preocupación—. No cometeré los mismos errores que mi madre.

—Y no espero que lo hagas —comenté frustrado, aferrándola con más fuerza contra mi cuerpo—. Pero debes entender que no eres la única que puede salir lastimada de esta relación. 

—Prometo que no volveré a ocultarte las cosas. 

—Por mi parte, ten por seguro que no volverás a escuchar de Teresa.

Suspiró: —El trabajo con su padre era mi esperanza para alejarme de mis padres y ayudar a mis hermanos.

—Puedes conseguir un trabajo aquí, así no tendremos que separarnos.

—¿Y qué hay de ti? La universidad...

—Aquí también hay buenas universidades —la interrumpí con una estúpida sonrisa cubriendo mi rostro—. Universidades a las que ambos podremos asistir.    

—No creo que a tus padres les agrade la idea.

—Ya no soy un niño —dije sujetándola por la cadera—, puedo tomar mis propias decisiones. 

Me besó con lentitud, saboreando mi lengua contra la suya. Y en un momento de descontrol, la levanté del suelo tomándola por los muslos y la llevé a la habitación, en donde la recosté sobre la cama y continué besándola hasta que sus mejillas se volvieron rosadas y mi respiración cambió su ritmo. 

Después, la ropa sólo fue un estorbo para ambos.


Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora