Capítulo 17.

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El martes por la mañana las cosas habían cambiado por completo. 

Fui a la casa de Marcela para que pudiéramos ir juntos a la escuela y, cuando llegué, sus hermanos estaban jugando en el jardín delantero con una pequeña pelota de plástico que iba de un lado a otro entre ellos. Los pies de Edgar eran ágiles, pero a Lili le costaba trabajo coordinar sus piernas con lo que quería hacer su cerebro. 

Marcela se despidió de ambos con un beso en sus cabezas, y subió a la camioneta, donde me dio un ligero beso en la mejilla antes de abrocharse el cinturón de seguridad.

—¿No es peligroso que tus hermanos estén afuera solos?

—Descuida, mi madre los está cuidando —dijo con una sonrisa ladeada—. Los observa desde la ventana mientras bebe su café.

 —¿Y tu padre? —pregunté poniendo el coche en marcha.

—No lo sé —respondió encogiéndose de hombros—. No llegó en la noche.

 Me pregunté si acaso su padre alguna vez se preocupó por ellos, es decir, Marcela nunca hablaba de él, y cuando lo hacía era para insultarlo por lo que le había hecho, por suerte no quedó ninguna cicatriz en su cuerpo que le recordara uno de los peores días de su vida. Sin embargo, una enorme intriga me asaltaba cada vez que pensaba en aquél hombre, sólo lo había visto una vez y su mirada estaba perdida en el vacío, como si realmente estuviera reflexionando sobre su vida, o quizás el alcohol ya había comenzado a carcomer su cerebro. 

Llegamos a la escuela, cubiertos de pequeñas hojas amarillas de los árboles que comenzaban a desnudar sus copas. 

Como era de costumbre, a las siete treinta aún no había llegado nadie, así que tuve el tiempo suficiente para besar a Marcela sin que pudieran interrumpirnos. Sus labios estaban cubiertos de labial rojo que sabía a chicle de fresa. Me gustaba saborear su boca, con delicados movimientos de mi lengua. 

Jamás imaginé que ella pudiera besar de aquella manera, tan apasionada pero controlada, sin terminar en un beso extremo en el que la mitad de nuestros rostros quedaban cubiertos de saliva, pero tampoco era un beso en el que apenas rozábamos nuestros labios. Era una combinación de ambos, y mi piel se erizaba con cada uno de sus movimientos. Sus manos estaban aferradas a mi cuello, mientras las mías recorrían su espalda haciendo pequeños círculos entre sus omóplatos. 

—Daniel, no tarda en llegar alguien —comentó, intentando alejarse de mí, pero la sostuve la cintura y la acerqué de nuevo. 

—Tranquila, sólo nos estamos besando. 

Sujeté su cuello con cuidado y la besé en los labios. Su respiración estaba agitada al igual que la mía. 

Besarla era como una recompensa tras todo lo que habíamos tenido que vivir para estar juntos. Parecía absurdo que apenas días atrás Marcela creía que era un imbécil, y yo creía que ella era una chica extraña. 

Aunque quizás las dos cosas eran ciertas. 

—Siempre creí que la zorra aquí era Pamela, no tú —llamó una voz desde la entrada. Era Carmen, la mejor amiga de Marcela, la cual parecía enfadada mientras nos observaba de pies a cabeza. 

El día anterior ella no había asistido a clases, por lo que no estaba enterada de nuestra relación, pero imaginé que, como la buena amiga que era, debía de felicitarnos en lugar de llamar a Marcela de aquella manera.

—Carmen —Marcela se acercó a ella, temerosa—. Iba a contártelo anoche, pero tu madre me dijo que estabas dormida. 

—¿Qué ibas a decirme? ¿Que estás con...? —me miró con desprecio—. Agh, olvídalo. 

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora