Capítulo 25.

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Marcela estaba caminando en el borde de un edificio, mirando hacia el cielo sin preocuparse de dónde ponía sus pies. Intenté correr hasta ella para detenerla, pero unas correas amarradas a mis brazos me tenían sujeto contra una cama. La cama del hospital. Mientras observaba cómo ambulaba por la orilla, mi pecho martilleaba con fuerza. Quise gritar, pero mi voz no salía de mi garganta. 

Entonces, una figura alta se acercó a Marcela, tarareando una canción. Alan. Las cavidades de sus ojos estaban vacías y sus dientes habían sido remplazados por un dentadura podrida. Moví mis brazos, forcejeando contra mis amarras, pero era en vano, no había salida. 

Marcela me miró por primera vez, sonriendo levemente. Alan se plantó a su lado, dedicándome una reverencia antes de empujar a Marcela al vacío. Me revolví en la cama, paranoico por la escena que acababa de contemplar. 

Entonces, desperté. 

Mis manos estaban aferradas al colchón y el electrocardiograma comenzó a sonar aceleradamente. Una enfermera entró asustada y se aseguró de que todo estuviera bien. La miré, aún alterado por la pesadilla, y negué con la cabeza. 

—No ocurre nada —dije sin aliento. 

—¿Entonces cómo explicas éso? —señaló mi frecuencia cardíaca reflejada en la pantalla de la máquina.

—Fue sólo una pesadilla —aseguré más tranquilo. Miré hacia la ventana para observar el cielo teñido de morado. El reloj marcaba las seis treinta. Estuve dormido casi siete horas—. Quiero irme de aquí. 

—Podremos darte de alta en un par de días, has mejorado considerablemente. 

Callé durante varios segundos. No me importaba mi recuperación, sino la de Marcela. Necesitaba verla, necesitaba saber qué ocurrió con ella. 

La enfermera revisó mi vía intravenosa, y se marchó satisfecha al comprobar que mi respiración, mis latidos y mi medicamento eran adecuados. En realidad, ella tenía razón, el dolor de mi cabeza había disminuido y las náuseas desaparecieron. Realmente me estaba recuperando. 

Sólo me hacía falta algo. O mejor dicho, alguien.

Me quedé acostado observando el estéril techo de la habitación, escuchando el melódico compás de mis latidos en el electrocardiograma. Estaba harto de dicho sonido, pero no podía volver a desconectarlo y arriesgarme a ser descubierto por un médico enfadado, que me amenazaría con poner sedantes en mi intravenosa para que no interrumpiera mi recuperación. 

Sin embargo, la idea de que Marcela estaba en el mismo hospital, me traía loco. Quería arrancarme los cables que estaban conectados a mi cuerpo y correr hacia su dirección. Pero no podía.

¿O sí?

El pasillo que estaba afuera de mi habitación constaba de puertas a ambos lados, y un elevador al fondo a la izquierda. Comprobé el número negro que estaba impreso en una tarjeta pegada a la pared en donde me encontraba: trescientos cuarenta y siete.

A veintiún habitaciones de mi destino. 

Caminé en silencio, arrastrando con cuidado el tripie donde colgaba mi suero, el cual emitía un molesto chirrido cuando una rueda giraba, que me irritó lo suficiente para dejar escapar un gruñido.

Pasé frente a varias habitaciones vacías, y otras en donde yacían enfermos agonizantes. Suspiré nervioso. Si Marcela se encontraba en un estado crítico, quizás mi corazón dejaría de latir antes que el suyo. 

365... 366... 367... 

368. 

La puerta de la habitación estaba cerrada. 

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora