Cuando desperté la luz del día había desaparecido al igual que Marcela. Miré mi reloj, eran las nueve cuarenta de la noche.
Me levanté con un agudo dolor de cabeza. Quién sabe por cuánto tiempo dormimos. Mi mayor preocupación no era haber perdido la tarde, sino que mi acompañante ya no estaba. Tuve que concentrarme varios segundos antes de poder recordar la última plática que habíamos tenido. Fue acerca de su padre y el problema con el alcohol.
Aunque debería de sentirme devastado por la noticia, en realidad me sentí feliz, al percatarme de que Marcela comenzaba a cooperar conmigo y me permitía adentrarme en su vida. En su diario había leído que su padre llegaba borracho, mas nunca imaginé que fuera un alcohólico, es decir, yo también había llegado ebrio a mi casa en más de una ocasión, pero podía controlar a la perfección mis impulsos por beber.
Escuché un repiqueteo en la cocina, similar al de unos cubiertos cayendo al suelo. Me estremecí y dudé varios segundos antes de dirigirme a la cocina. Caminé de puntillas hasta la parte invadida de la casa. Asomé la cabeza por la puerta, cuidando de no ser sorprendido por el visitante.
Realmente no sé cómo describir la combinación de sentimientos que siguieron.
Marcela estaba frente a la mesa, sirviendo un par de vasos de jugo de naranja. Detrás de ella, sobre la estufa, había una cazuela con lo que parecía carne y algunos condimentos. Mi estómago gruñó delatándome en aquél siniestro pero conmovedor silencio. Marcela apartó la mirada de su tarea y me miró frustrada.
—No se suponía que te despertaras hasta que terminara de preparar la cena.
—¿Hiciste todo esto para mí?
Asintió tímidamente y se limpió las manos en el delantal.
—Por supuesto, para agradecerte por permitirme quedar tanto tiempo.
—No debiste molestarte.
—Bueno, realmente lo hago con gusto.
Me acerqué a ella y la envolví en un abrazo, que me hizo estremecer hasta la médula espinal. Su cuerpo estaba tibio, olía a su exquisito perfume y su mirada resplandecía. Tuve que soltarla antes de hacer algo estúpido.
—Entonces, ¿qué te parece si cenamos? —preguntó alegre.
—Será un placer, me estoy muriendo de hambre.
—Siéntate mientras sirvo los alimentos.
—Déjame... —Arqueó las cejas, autoritaria—. Sí, estaré sentado.
Rió cálidamente, enviando mil sensaciones por todo mi cuerpo. Con gran habilidad sirvió la carne y una ensalada que estaba en el refrigerador, acercó los vasos de jugo y se sentó frente a mí, satisfecha por su magnífico trabajo.
Di un pequeño bocado y hubo una explosión de deliciosos sabores en mi boca. La comida no sólo se veía bien, estaba deliciosa. Ataqué con mis cubiertos, mientras ella comía lenta y elegantemente, limpiando su boca después de cada bocado. Yo, en comparación, parecía un cavernícola comiendo carne cruda, a mordiscos y con las manos.
Era sorprendente el contraste entre ambos: Marcela tan delicada, sentada a la mesa con un tipo grandote y tonto. ¡Vaya pareja! Me alegré al recordar la famosa frase de: "los opuestos se atraen". Si era una regla de la física, era imposible que no funcionara entre ambos.
Terminé antes que ella y me dediqué a contemplarla. Su boca siempre se mantenía cerrada, sus codos nunca tocaron la mesa y con cada sorbo de jugo hacía los ojos más pequeños. Reí para mis adentros, si tan sólo aquella chica supiera lo que provocaba en mí.
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Cuando la oscuridad venga [1]
RomanceEs primero de noviembre cuando Daniel Blair encuentra el diario privado de la chica tímida de su salón y, en la última página escrita, lee el mayor deseo de su compañera: Suicidarse el último día del año. Daniel tendrá que impedir que eso ocurra sin...