Faltaban pocos minutos para las once cuando entré al Blue Moon, donde me esperaban Alejandro, Víctor, Fabián y Héctor, cerca de la pista de baile. Se habían adelantado a ordenar, y sobre la mesa estaban dos botellas de vodka y una de whisky, varios vasos y refrescos, además de un pequeño plato con frituras.
Nuestra costumbre era emborracharnos hasta que alguno perdiera el conocimiento que, por lo regular, se trataba de Fabián, mayor que nosotros por tres años, pero un inexperto en las bebidas. En cambio, Héctor era un veterano que comenzaba a tener problemas con el alcohol. Llevaba varios años bebiendo y, como consecuencia, su madre lo había echado de casa y debía de trabajar en un depósito cinco días a la semana.
El lugar apenas comenzaba a entrar en ambiente, las luces fluorescentes se movían de un lado a otro, la música retumbaba en las paredes, pero la pista de baile aún continuaba desierta, a excepción de grupo de chicas que no dejaban de mirarnos.
—¿Sabían que Daniel ya tiene correa? —bromeó Alejandro, mirándome despreocupado.
—¿Quién? ¿Aquella morena con la que salías? —preguntó Héctor, devorando un cacahuate.
—No —respondí refunfuñando—. Se llama Marcela, y no la conocen.
—Es una despreciable chica inteligente —intervino Víctor.
Todos reímos. No podía evitarlo, el alcohol comenzaba a surtir sus efectos en mí, sin darme cuenta había terminado con una tercera parte de la botella de whisky.
Mi cuerpo se sentía enérgico a pesar de que mi visión de pronto comenzaba a tornarse borrosa. Hacía semanas que no bebía, lo que me tenía un tanto desubicado. Mi garganta no dejaba de pedirme más bebida, aunque mi sentido común me dijera que debía de parar o las cosas terminarían mal.
Por otro lado, estaba Fabián, quien bailaba sentado en su asiento, meneando la cabeza con poca gracia y meneando los puños en el aire, mientras los demás reíamos y seguíamos engullendo frituras. En cambio, Héctor mantenía su postura serena, demasiado tranquilo para nuestro gusto.
Recordé una ocasión en la que los cinco huimos por dos noches a una ciudad a cuatro horas de nuestro hogar, en donde perdimos el control cuando Alejandro se tatuó una flor en su hombro derecho, ya que creía que un verdadero hombre también debía de ser tratado como un bella rosa. Desde aquella vez, nunca volví a verlo con una camiseta que revelara su obra maestra.
Todos éramos solteros cuando disfrutamos de aquella aventura, por lo que nuestra menor preocupación eran los compromisos. Convivimos con chicas mayores que nosotros, y terminé acostándome con tres diferentes en menos de un día. ¡Fantástico! Ni siquiera podía recordar el nombre de alguna y, ya que estaba borracho, tampoco podía dar detalles de sus rostros, pero mis amigos confirmaban que todas eran atractivas.
Dos semanas después, Víctor comenzó su tormentosa relación.
Un ligero golpe en mi espalda me regresó a la realidad, en la que Víctor estaba coqueteando con una rubia de profundo escote y tacones más altos que un escalón. A su lado, estaba Fabián devorando con la mirada a una pelirroja que disfrutaba de la noche en su mesa. Alejandro, sólo observaba la pista de baile con desinterés, y Héctor terminaba de limpiar el pequeño plato de bocadillos.
Miré a mi izquierda, para averiguar quién me había llamado. Mi quijada casi choca contra el piso cuando descubrí que se trataba de una chica castaña bastante provocativa, con un falda de mezclilla a mitad de sus muslos, una delgada blusa que revelaba que no llevaba sostén y unos tacones tan altos que estaba casi de mi estatura.
—¿Quieres bailar? —me preguntó al oído.
Asentí por instinto. El alcohol me tenía mareado, con mis pensamientos hechos un remolino de estupidez pura.
Tomé a la chica de la mano y la llevé hasta la pista de baile, en donde arrimó su cuerpo contra el mío, meneando su trasero contra mi pelvis. Un ligero cosquilleo recorrió cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Su perfume era exótico y su cabello olía a shampú de fresa. Tomé sus caderas e hice que se acercara más a mí, así podía rozar su cuello con mis labios.
De pronto, una oleada de calor me azotó con fuerza. Mi visión se tornó más borrosas y mis piernas temblaron ligeramente, las cosas a mi alrededor se volvieron lentas y torpes. El rostro de la chica estaba iluminado por una luz morada que resaltaba sus profundos pómulos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras giraba para verme de frente.
—Daniel, ¿y tú? —respondí balbuceando.
—Marcela —dijo con un hilo de voz.
Reí. Irónicamente aquella chica se llamaba igual que mi... ¡mi novia!
Mis latidos se aceleraron cuando la sonrisa de Marcela Rivas floreció en mi mente. ¿Qué demonios estaba haciendo? La chica enrolló sus brazos alrededor de mi cuello e hizo ademán de besarme, entonces perdí la conexión con mi cerebro.
***
Al abrir los ojos, por apena unos segundos, creí que estaba volando, pues mis brazos colgaban desde lo alto y mi cabeza se movía con poca gracia.Tardé un momento en entender lo que estaba ocurriendo. Víctor me cargaba sobre su hombro fuera del lugar, cuidando de no golpear mi cabeza contra alguna puerta.
Intenté forcejear, pero ninguna extremidad de mi cuerpo reaccionaba. Todo me daba vueltas, y me reía como un completo idiota. No podía recordar lo que pasó antes de estar flotando por el aire.
—¿En dónde está el coche? —preguntó Héctor, enfadado.
—Creo que es el que está allá —Victor señaló con su mano libre—. Dense prisa, Daniel en verdad es pesado.
Me dio un pequeño empujón con su hombro para acomodarme de nuevo.
Al llegar a mi camioneta, Héctor se subió al asiento del conductor y encendió el coche para verificar que había suficiente gasolina para llevar a todos a sus respectivos hogares. Fabián se sentó en el lugar del copiloto, con la pelirroja sobre su abultado regazo.
Con cuidado, Víctor me puso en la parte trasera del vehículo y me empujó hasta que estuve recargado sobre la puerta. Después se subió una castaña, enseguida Victor quien permitió que la rubia de gran escote se sentara sobre sus piernas, y al final Alejandro, quien bostezaba con ímpetu.
Debido a mi distorsionada visión, no podía distinguir si la castaña de mi lado era Marcela.
El motor rugió y emprendimos el camino de vuelta a cada una de nuestras casas. Uno a uno, fueron desapareciendo mis amigos y las chicas conforme hacíamos paradas.
Cuando llegamos a mi hogar, sólo me acompañaban la castaña y Héctor, quien estacionó la camioneta con cuidado e hizo entrega de mis llaves, las cuales introduje con torpeza en la cerradura y entré a mi pequeña morada, esperando que la chica no entrara detrás de mí. Por suerte, ella entró en un taxi de la mano de Héctor.
Llegué a mi habitación, cuestionándome si en verdad había besado a Marcela, la castaña de la pista de baile y me desmayé en cuanto mi cabeza acarició la almohada.
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Cuando la oscuridad venga [1]
RomanceEs primero de noviembre cuando Daniel Blair encuentra el diario privado de la chica tímida de su salón y, en la última página escrita, lee el mayor deseo de su compañera: Suicidarse el último día del año. Daniel tendrá que impedir que eso ocurra sin...