Capítulo 26.

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Tuvieron que pasar dos días para que pudiera salir del hospital. 

Mis padres, junto con mi hermana, me llevaron a comer a uno de mis restaurantes favoritos de la ciudad: "La terraza", un lugar acogedor, con ambiente familiar y una pared convertida en una pecera gigante. El nombre del local se debía a que gran parte de éste parecía una terraza antigua, en la que flores caían agraciadas desde el techo y el perfume floral era más fuerte que el mismo olor de la comida. 

Nos sentamos en una mesa cerca de la pecera, iluminada por un ligero matiz morado. En el centro de ésta, había un pequeño castillo de plástico que simulaba ser uno construido de arena. Me pregunté si los peces en realidad se interesaban por la pequeña construcción.

Una mesera, al parecer de mi edad, tomó nuestra orden. Sus rulos dorados cubrían la mitad de su rostro mientras anotaba mi pedido: un filete bien cocido y una limonada. Después anotó los platillos que el resto de mi familia ordenó, y se marchó con la misma cortesía con la que había llegado.

A pesar de que el día fuera frío, opté por dejar mi chaqueta en el automóvil de mis padres. En realidad, mis sentidos no lograban inmutarse ante el clima, sólo podían sentirse ajenos a mi cuerpo, ya que mi mayor preocupación era el bienestar de Marcela. 

Mis pensamientos únicamente trataban sobre ella y lo que estaría haciendo en ese mismo instante. Seguramente estaba sola, pensando en cosas absurdas como la muerte, mientras yo estaba sentado en un lujoso restaurante.

Mientras mis padres se dedicaban a charlar sobre las cuentas bancarias de la familia Blair, me concentré en una pareja de ancianos que estaba sentada a cuatro mesas de nosotros. El señor parecía mirar a su esposa de una manera en que sólo una persona enamorada puede hacerlo; y ella, sin percatarse de la profunda mirada que su pareja le otorgaba, terminaba de beber su café. 

Me imaginé si en un futuro, Marcela me miraría de la misma forma en que el anciano observaba a su esposa. 

—Daniel, ¿estás escuchando lo que te decimos? —preguntó mi padre molesto.

—No —respondí agotado—. Lo siento, ¿qué ocurre?

—Están ofreciendo becas en la Universidad de Ponan Mills.

—Escuché de ello, pero no estoy realmente convencido de querer ir a esa universidad —respondí encogiéndome de hombros.

—Pero has soñado con asistir ahí desde que tienes doce años —intervino mi madre, angustiada por mi repentino cambio de opinión. 

—Bueno, a veces puedo cambiar de opinión. 

—No se tratará todo ésto por Marcela, ¿cierto? —comentó Beatrice con una sonrisa burlona.

—¿Marcela? —preguntó mi madre con la voz forzada—. ¿Quién es Marcela? 

Mi padre me dedicó una mirada intrigada similar a la de mi madre. Maldije por lo bajo a mi hermana por haber abierto su enorme boca en un momento tan crítico de mi relación amorosa. Ella aún no estaba enterada sobre el incidente de Marcela, ni quería que lo supiera.

—Mi novia —respondí refunfuñando entre dientes. 

—¿Tienes novia? —preguntaron mis padres al unísono. 

No me sorprendía su reacción tan poco alentadora. Ni siquiera ellos podían creer que Daniel Blair estuviera enamorado. Al final de cuentas, la falta de interés por el amor venía de familia. 

—¿Por qué es tan difícil de creer? 

De nuevo con lo mismo. Todos creyendo que era una insensible roca. 

—Nunca antes tuviste novia —afirmó mi madre confundida—. Por unos momentos pensé que eras... bueno, gay. 

Sentí el rubor apoderarse de mis mejillas. 

Si tan sólo mi madre supiera lo que ocurría en mi casa, olvidaría por completo la absurda idea de que era homosexual. Sin embargo, no podía decirle que follé con más de una docena de mujeres antes del matrimonio, seguramente me haría volver a casa con ellos. Por éso mismo nunca les conté acerca de mis relaciones de dos semanas con chicas cuyas cabezas estaban más llenas de aire que un globo aerostático. 

—¡Paula! —exclamó mi padre mientras le lanzaba una mirada asesina a mi progenitora—. Deja hablar al chico, intenta explicarnos acerca de esa famosa novia. 

—Es mi compañera de clases, llevamos saliendo dos semanas. 

—Tienes que invitarla a cenar con nosotros, seguro es una chica muy simpática —sugirió mi madre emocionada. 

—Lo es —aseguré recordando la cálida sonrisa de Marcela—. Aunque es un poco tímida al principio.

—¡Oh que adorable! —Mi madre parecía fascinada con mi novia—. ¿Cómo es ella? ¿Rubia, castaña, alta, bajita, curvilínea o con kilitos de más? 

—¡Mamá! —Beatrice intervino alarmada ante la extraña interrogación—. La conoceremos pronto, ¿verdad hermano?

—Vayamos con ella ahora mismo —dijo más extasiada que antes.

Entré en pánico. No podía decirle a mi familia que Marcela estaba internada debido a la golpiza que le dio su padre, seguramente se preocuparían sobre su salud mental y las repercusiones que aquéllo podría traer a mi vida. Necesitaba de más tiempo para que ella pudiera recuperarse y así concertar una cita para que pudieran conocerla. 

—Está fuera de la ciudad —mentí, nervioso—. Vuelve en un par de semanas.

—¡Qué lástima! —exclamó mi madre, con una mueca de decepción—. Me hubiese encantado conocerla hoy.

—Será otro día —concluí satisfecho ante mi pequeña victoria. 

—Si ella realmente siente algo por ti, dejará que vayas a la universidad de tus sueños —comentó de repente mi padre—. A menos que no quiera que triunfes. 

Una oleada de confusión me azotó. No me había puesto a pensar en ello. En un semestre terminaríamos la preparatoria y quizás deberíamos de tomar caminos diferentes. Nunca había hablado con Marcela acerca de nuestro futuro, ya que por unos días me resigné a perderla a final de año, pero un rayo de esperanza me dijo que debía de planear una vida a su lado, ya que ella decidiría vivir a mi lado por siempre.

O al menos éso era lo que quería creer.

—No tiene nada que ver con ella —lo reté, molesto.

—¡Daniel! —la sorpresa de mi madre era palpable incluso en su voz—. ¿Qué ocurre contigo?

—Entonces, no deberías de dudar de estudiar en una de las mejores universidades del país —contraatacó mi padre—. ¿O sí?

—Es exactamente por éso que estoy indeciso —siseé—, porque quieres que vaya ahí.

 Nuestras miradas se cruzaron en una batalla por poder. El primero que apartara los ojos del otro, perdería y sería una pequeña derrota, y a ningún Blair le gustaba el sabor del fracaso. 

—Sólo quiero lo mejor para ti, hijo —habló con más gentileza—. Siempre lo he querido.

—Si es así, entenderás que lo mejor es que yo tome mis decisiones. 

—Puedes hacer lo que tú gustes —prosiguió—. Pero no me haré cargo de tus errores.

Apartó la mirada, dirigiéndola hacia la enorme pecera que estaba a nuestro lado. 

 

 

 

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora