Capítulo 21.

11.7K 1.3K 18
                                    

Habían pasado ocho días desde el incidente de la desaparición de Edgar. 

Durante todo ese tiempo no pude dejar de pensar en la madre de Marcela. Recordaba con desasosiego la melancólica mirada que nos dedicó a ambos cuando abandonamos el lugar. No podía culparla, yo también me hubiera avergonzado de que mi hija me enfrentara frente a mis compañeros y me presentara a su novio. Pero, intentaba ponerme en su lugar, es decir, no creí que fuera sencillo lidiar con un esposo alcohólico, tener que pagar una renta y los servicios básicos y, seguramente, no contaba con una carrera terminada y tenía que conformarse con un trabajo de bailarina. 

A pesar de que Marcela se encargaba la mayor parte del tiempo de alimentar a sus hermanos, también su madre tenía que enfrentar la desesperación de saber que sus hijos estaban sin comer. Había escuchado varias historias en las que una madre agobiada, podía matar a una persona con tal de cuidar de sus hijos, y quizás la madre de Marcela no era la excepción, pero prefería entregar su cuerpo que dejar a sus hijos sin un hogar. 

Cuando desperté, Marcela estaba aferrada a mi cuerpo, con sus delgadas manos sujetando mi costado. Tuve que apartarla con cuidado para no despertarla cuando me levanté al baño, donde enjuagué mi rostro intentando olvidar la estúpida idea de pedirle a Marcela que abandonara todo y viniera a vivir de nuevo conmigo. Era la primera vez que dormíamos juntos después de varios días, y se sentía bien tenerla entre mis brazos mientras el sueño nos embriagaba. 

Me dirigí a la cocina donde puse la cafetera, esperanzado de que una bebida caliente me ayudara a disipar el estupor. Mis pensamientos cada vez eran más confusos, mis ideas se habían tornado descabelladas, pero las esperanzas se mantenían a flote. 

Las cálidas manos de Marcela se cerraron sobre mi torso por atrás, mientras observaba cómo se vertía el café en la jarra. Se había escabullido en silencio hasta la cocina, lo que ocasionó que me estremeciera hasta la médula. 

 Intenté voltear a mirarla, pero me sujetó con más fuerza, enterrando su cabeza en mis omóplatos. 

—¿Qué ocurre? —pregunté alarmado al percatarme de que aún traía puesta la pijama. Faltaban veinte minutos para las ocho, y llegaríamos tarde a la escuela si no se arreglaba pronto. 

—Quiero quedarme contigo en casa —respondió soñolienta. 

—De acuerdo, esto no es normal —Con un ligero empujón me aparté de ella y la confronté—. ¿Me puedes decir qué pasa?

Su rostro estaba sonrojado y ligeras gotas de sudor cubrían su frente a pesar de que el clima demandara utilizar una chaqueta. 

 —Marcela —acuné su rostro con ambas manos—, ¿te encuentras bien?

Asintió.

 —Sólo estoy un poco cansada. 

Sus piernas flaquearon, y su menudo cuerpo  hizo ademán de caerse, sin embargo, fui más rápido y la sostuve antes de que pudiera hacerse daño. 

 —¡Maldición! ¿Qué pasa?

Negó por lo bajo mientras pasaba uno de mis brazos debajo de sus piernas y con la otra la sujetaba de la espalda. La cargué sin demasiada dificultad y me encaminé hacia la habitación, cuidadoso de no golpear su cabeza contra alguna pared. 

 La dejé suavemente sobre la cama aún deshecha y me senté a su lado, sintiendo el pánico aflorar en mi cuerpo. 

Acaricié su frente, lo que sólo consiguió alarmarme más. Tenía fiebre y la respiración entrecortada. 

—Será mejor que llame a un doctor —dije preocupado. 

Antes de que pudiera si quiera levantarme de la cama, sostuvo mi brazo con la poca fuerza que conservaba. 

—Sólo quédate aquí —pidió suplicante—. No me dejes sola. 

Asentí nervioso por la decisión que tomé de hacerme cargo de ella, nunca antes había cuidado de alguien enfermo, ni siquiera sabía qué debía de hacer para bajarle la calentura. 

Recordé una noche en la que enfermé de gripe. Mi cuerpo se sentía pesado, mi garganta dolía y la fiebre me estaba consumiendo. Mi madre no solía recurrir a medicamentos, sino que preparaba algún té o pomada que pudiera ayudarnos. En aquélla ocasión desabotonó mi pijama y me dio a beber mucha agua, además de colocarme una toalla húmeda sobre la frente. 

Opté por imitar el remedio casero de mi madre, así que corrí a la cocina a servir un enorme vaso de agua, mojar una pequeña franela e intentar bajar la temperatura de Marcela. Me senté a su lado, ofreciéndole la bebida que aceptó con gusto. Después le pedí que se recostara y le cubrí la frente con la prenda mojada. Quise desabrochar su blusa, pero me parecía excesivo e inapropiado. 

Marcela interceptó mi mirada y comenzó a desabotonar su ropa. 

Tomé su mano y negué por lo bajo diciendo: —No tienes que hacerlo. 

—Descuida, no pasa nada.

Intenté apartar la vista, pero mi eros me impedía mirar hacia otro lado. Sus sostén era rosado con encaje, creí que sentiría un cosquilleo de excitación, pero una oleada de preocupación me abrumó. 

En ese momento no deseaba arrancarle la ropa, sino protegerla. Mis ojos volvieron a los suyos, que me miraban intrigados ante mi extraña actuación de serenidad.

—¿Estás bien? —pregunté con un temblor en la voz.

—Sí, ¿y tú? —preguntó con un ligera sonrisa. 

—Éso creo —dije nervioso. 

Me recosté a su lado, ignorando mis impulsos por besarla con pasión. Necesitaba descansar, y estaría a su lado hasta que se quedara dormida y así poder avisar a la escuela que se nos complicaba asistir a la escuela. Al final de cuentas, se trataba de nosotros dos, los alumnos más destacados de la clase y no sería ningún problema justificar nuestras faltas. 

—Cuéntame algo —pidió con voz adormilada—, lo que sea sobre ti.

—Bueno, podría contarte acerca de mi fobia a los cangrejos —Asintió—. Todo comenzó cuando fui a la playa con mis padres y mi hermana. Estaba jugueteando en la orilla con una pala y una cubeta, haciendo uno de esos castillos de arena que son horribles, pero tus padres creen que son bellísimos e incluso los fotografían. Y cuando menos lo esperé, una ola me volcó y con ella venían casi una docena de cangrejos que me pellizcaron por todo el cuerpo, dejándome pequeñas heridas que me ardieron con la sal del mar —Aclaré mi garganta—. Desde ese momento me aterra la idea de que un cangrejo pueda volver a atacarme, ya sabes. 

Miré a Marcela, quien se había quedado dormida a mitad de mi pequeña anécdota. En realidad no esperaba que la escuchara completa, y por éso decidí contarle algo irrelevante en mi vida cotidiana. 

Me acerqué a ella y la besé en la nariz, luego le quité la toalla húmeda y la cobijé con una manta delgada. El día comenzaba a ser más frío y era malo que la temperatura de su cuerpo descendiera tan rápido. 

La miré preocupado, pensando si su repentina enfermedad no se debía a que sus defensas estaban bajas debido a su tristeza. 

 Por unos instantes, imaginé una vida a su lado, en donde nada le hiciera falta y la sonrisa de su rostro fuera permanente.

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora