Capítulo 24.

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Al día siguiente volví a intentar comunicarme con Marcela y de nuevo me mandó a buzón de voz. 

El dolor de mi estómago era mayor al de mi cabeza. Sentía un nudo consumiendo mi garganta cada que respiraba. Además, mi corazón de nuevo amenazaba con explotar y matarme de una buena vez. Aunque, para morir tranquilo primero debía obtener la respuesta de una simple pregunta:

¿Dónde estaba Marcela?

La pregunta me carcomía desde lo más profundo de mi mente, causándome un intenso temblor en el cuerpo, y la sensación de que la vida me estaba abandonado. Ella seguramente estaba muy preocupada por mí, y no era una conducta normal que ella desapareciera de la noche a la  mañana, sin siquiera dejar un rastro de dónde podría encontrarse. 

Mis pensamientos sólo eran un violento huracán que intentaban apaciguarme, pero que obtenía en resultado contrario. Cada momento que pasaba estaba más nervioso. La idea de que algo malo hubiese ocurrido con sus hermanos, y ella estuviera cuidándolos, me dio un efímero momento de paz, sin embargo, luego de analizarlo detenidamente, me di cuenta de que no querría que algo malo les sucediera a esos pequeños. 

Lo más probable es que se estuviera encargando de una emergencia familiar no tan grave, o eso esperaba, y por ello no  podía responder a mis llamadas. 

—Sí, seguramente es éso —me dije a mi mismo, en un vano intento por tranquilizarme.

Una noche de reposo me sirvió para agudizar mis sentidos, y mantenerme de pie el tiempo suficiente para ir a la cómoda de mi habitación y tomar las tarjetas que había recibido por parte de mis amigos. Quizás había alguna por parte de Marcela, por lo que comencé a  revisarlas una por una.

Leí los nombres de Pamela, Maryell, Erica, Héctor, Fabián, Alejandro, Víctor, mis tíos de California y uno que otro pariente al que no lograba recordar. 

¿Cómo se habían enterado tan pronto?

Suspiré abatido cuando llegué a la última tarjeta y no encontré ninguna señal de ella. Después proseguí con los mensajes de texto que tenía en mi celular y, de igual manera, todos eran de personas que no me interesaban en aquél momento. 

Nada. Ni una señal de Marcela.

Froté mi rostro con fuerza, intentado recobrar la calma que quizás ni existía.

Apenas eran las once de la mañana. Existía una posibilidad de que estuviera en casa terminando una tarea, pensando en alguno de los actores de sus sueños, o simplemente dormida. 

 Cualquier opción era válida para mi mente en aquél momento de desesperación. 

Una enfermera de cabello rubio, y una delicada sonrisa, entró a la habitación, cargando una bandeja de comida. Pude visualizar un tazón de frutas, gelatina y jugo de naranja. ¡Fantástico! ¿Cómo se suponía que iba a comer? Si mi cuerpo sólo necesitaba conocer la ubicación de Marcela. 

La enfermera miró hacia mi trasero con una sonrisa divertida dibujada en su rostro, entonces recordé que la bata que llevaba puesta estaba abierta por la parte trasera, revelando mis calzoncillos morados que se ajustaban a mi trasero. Di media vuelta y la encaré, sintiendo el rubor manchar mis mejillas demacradas.  

—Buen día —dijo en tono alegre—. Te traje el desayuno. 

—Gracias —respondí titubeando, mientras me sostenía de la cómoda. 

—Lo dejaré aquí —colocó la charola sobre una mesita junto a la cama—. Debes de comer bien si quieres mejorarte pronto —comentó con la misma amabilidad. 

Asentí, provocando un ligero estremecimiento en mi cabeza. 

Las medicinas que me aplicó la enfermera de la noche anterior habían disminuido el remolino de mi visión, pero el dolor persistía, como una molesta punzada en la parte posterior de mi cráneo.

El mismo doctor con cejas pobladas entró a la habitación, y por primera vez tuve la capacidad de leer el gafete que colgaba de su cuello. 

Doctor Fields

—Buenos días, joven Blair. 

—Hola —me limité a responder. No estaba de ánimos para tener una vivaz charla. 

Ambos intercambiaron algunas palabras a las cuales no puse atención, pero aquéllo cambió cuando la enfermera dejó escapar una risa que cubrió con su mano, mientras el médico Fields se rascaba la parte posterior de su cuello, notablemente apenado. 

 En sus miradas pude observar que entre ellos había una relación más allá de lo profesional, a pesar de que él pareciera mayor por casi veinte años.

Lo único que deseaba era que salieran de mi habitación, así podría volver a centrar toda mi atención en mi novia desaparecida. Sin embargo, algo de su plática llamó mi atención. 

—La paciente del cuarto 368 necesitará más analgésicos —comentó la enfermera, luego de aclarar su garganta y dedicarme una mirada de soslayo—. Amaneció con dolor en las costillas. 

—Marcela Rivas, ¿cierto? —cuestionó Fields—. La paciente que estuvo hospitalizada hace unos meses por intento de suicidio. 

Mis piernas comenzaron a flaquear debido a la rapidez con la que mi corazón empezó a palpitar. De pronto todo mi cuerpo sintió un cosquilleo, y mi respiración se volvió pesada. Luego, una de mis rodillas fue incapaz de sostener mi peso y caí hincado al suelo. La enfermera y el doctor se abalanzaron contra mí para intentar ayudarme. Ambos me sujetaron de las axilas y me llevaron casi arrastrando hasta la cama en donde me recostaron e intentaron no entrar en pánico. 

Fields colocó una mascarilla de oxígeno sobre mi nariz y boca. Alarmado ante mi repentino cambio de salud. 

—¿Quién desconectó el electrocardiograma? —preguntó enloquecido. Más temprano por la mañana, había desistido a mis intentos por resistir el constante pitido que la máquina emitía, por lo que decidí desenchufarla y apartar los cables de mi cuerpo. 

Con un rápido movimiento, la enfermera se agachó a conectar el aparato y unirme a él. Los latidos de mi corazón habían aumentado considerablemente, lo que preocupó a ambos. Fields salió de la habitación mientras la enfermera me sujetaba del esternón para controlarme. Después, éste volvió con un medicamento y lo aplicó en mi vía intravenosa, lo que causó que mi visión se tornara borrosa en cuestión de segundos. 

—Marcela —dije empañando la mascarilla—. Necesito... 

—Sólo relájate —pidió Fields con preocupación. 

Sus rostros se volvieron una mancha distorsionada y quedé inconsciente.

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora