4.1. El gen alfa.

1.5K 152 66
                                    

(Holis. Este capítulo puede que resulte un poco pesado en cuanto a información; no todos los capítulos serán así, lo prometo. De todos modos, he dejado un pequeño glosario con la explicación de los términos.)


– ... pero no parece ser nada grave. No hay señal de contusión. Despertará en cualquier momento.

La voz se filtraba por mis oídos como un arrullo distorsionado.

– ... ninguna actividad física fuerte esta semana. Si notan algo inusual, llámenme. A cualquier hora.

A medida que retomaba la consciencia, fui percatándome del terrible dolor de cabeza que tenía. Era una migraña de las que te inspiraban a darte martillazos en el cráneo para acabar con el sufrimiento.

Apreté los párpados y gruñí, quejándome.

– ¡¿Audrey?!

Jesús, ¿cuál era la necesidad de gritar?

Parpadeé, intentando abrir los ojos para tener una noción básica de tiempo y espacio. El dolor de cabeza se intensificó cuando una luz llegó directamente a mis ojos, y levanté mi mano para cubrirme por instinto. Poco a poco, el entorno que me rodeaba comenzó a cobrar sentido, así como las figuras borrosas en él.

– ¡Oh, Audrey!

Y dale con los gritos.

El rostro de mi madre acaparó mi campo visual. Pero cuando me abrazó, logré ver por encima de su hombro que estaba en una habitación. Mi habitación. Y que se encontraba sobrepoblada.

– Bebé –la lastimera voz justo en mi oído me aturdió al principio– ¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras? Oh, cariño, ¡lo siento muchísimo!

Quería consolarla, decirle que me encontraba bien, que todo estaba bien. Pero, honestamente, no tenía puñetera idea de qué demonios estaba sucediendo o de cómo había llegado aquí. 

Miré a mi padre, que se encontraba casi pegado a mi madre y mirándome con la misma preocupación. Miré a mi hermano, que se encontraba en la esquina más lejana, con un puño cerrado sobre su boca, los ojos rojos, despeinado, luciendo como la personificación de la mortificación.

Y finalmente, miré a las dos figuras desconocidas que se encontraban detrás de mis padres. Una era Kurt Dötzell, y resultó una experiencia intrigante ver aquella preocupación reflejada en su rostro. La otra era una mujer a la que nunca antes había visto. Cabello oscuro y liso enmarcaba sus rasgos asiáticos. No demostraba ninguna expresión al observarme.

– Estás a salvo, Audrey –me informó, con voz pausada y serena–. ¿Cómo te sientes?

¿A salvo?

¿A salvo de qué...?

Todos los recuerdos explotaron en mi cabeza.

Miré a mi hermano, y como si mi cuerpo estuviera en modo supervivencia, mis manos se afincaron en el colchón y me impulsé hacia atrás todo lo que pude, pegando mi espalda a la cabecera de mi cama.

– Audrey –la voz cautelosa de mi padre llegó a mis oídos, pero no le miré. No dejé de mirar a mi hermano, asustada.

Observé sus manos. Normales. Perfectas. Ni una sola señal de que hubieran estado prendidas en fuego.

Porque no lo habían estado. Era imposible.

– Audrey –esta vez fue mi madre la que habló, sentada a mi lado. Colocó su mano en mi brazo–. Necesitamos que te tomes esto con calma, cariño. Has pasado por un evento muy...

Evolution ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora