34. Supervivencia.

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Me apoyé del reposabrazos del sofá, agotada.

Vale. Tal vez Kurt había tenido razón. Tal vez no deberíamos haber entrenado hoy.

– Deja de mirarme así. –le dije.

– ¿Cómo te estoy mirando? 

– Me estás diciendo «te lo dije».

– No he abierto la boca.

Resoplé, rodando los ojos.

– No necesitas hacerlo.

Me pasé una mano por el pelo, apartándomelo de la cara, y miré al suelo, ordenando mentalmente el resto de mi día. Ya había terminado el libro, gracias a Dios, pero todavía debía de escribir el ensayo y la reseñan. Decidí, sin embargo, que lo primero que haría al llegar a casa sería tomar una siesta; si no, mi cerebro iba a dejar de funcionar coherentemente de todos modos. Ya luego tendría el resto de la noche para estudiar y hacer lo que tenía que hacer.

– Ven para acá. 

La demandante voz me sacó de mis pensamientos. Miré a Kurt. Permanecía sin alterar su cara inexpresiva, sin descruzar sus brazos. Sin revelar nada.

– El entrenamiento ha terminado, Sargento –arqueé una ceja.

La esquina de su boca se curvó momentáneamente al escuchar mi apodo. Cuando dejó de sonreír, sus ojos mantuvieron ese fuego peligroso y retador.

– Ven para acá, Audrey –repitió.

Me lo pensé durante varios segundos, sintiendo el deseo bullir y apoderarse de mi cuerpo. Vacilante, recelosa, y anhelante en partes iguales, me puse de pie y me fui acercando. Me detuve a lo que consideré una distancia de seguridad de tres pasos.

– Voy a besarte durante un buen rato. –advirtió, sin moverse, sin dejar de mirarme directo a los ojos– Voy a besarte como tenía planeado hacerlo para despertarte esta mañana. Si tienes alguna objeción, dímelo ahora.

En ese momento, habría callado para siempre.

Y cuando no dije nada, sus ojos terminaron de oscurecerse, ardientes y flamantes por el deseo. Lo que para mí suponía tres pasos de distancia, para él solo fueron uno y medio, y los acortó en un parpadeo. Con sus brazos rodeó mis piernas, justo por debajo de mi trasero, y me levantó a su altura. Yo rodeé sus hombros por inercia, y nuestros labios se encontraron a medio camino.

Tres besos en un día. Me estaba pasando. Pero tendría que estar muerta para negarme.

Deslicé mis dedos entre las hebras de su cabello, disfrutando de sentir cómo se estremecía por las caricias, emanando sonidos que vibraban en su pecho casi como ronroneos. Enrosqué mis piernas en sus caderas y continué moviendo mis labios al ritmo que él marcaba. 

Al cabo de un rato regresé mis pies al suelo, y el beso fue bajando de intensidad. Delineó mi labio inferior con la punta de su lengua y lo mordisqueó tiernamente, arrancándome un gemido  débil antes de dejar mi boca, juntando nuestras frentes.

– Vamos a aclarar algo, señorita –murmuró con su voz ronca–. Tienes permiso para meterte en mi cama cuando tú quieras. No tienes permiso para escaparte a hurtadillas después. 

Apreté mis labios para no sonreír y hundí mi cara en el hueco de su cuello, rehuyendo su mirada. Plantó un beso en mi sien y me acercó más a su cuerpo, abrazándome.

– Sé que tenemos que hablar –le dije–. Y sé que ayer dije que lo haríamos hoy. Pero, ¿podemos dejarlo para mañana?

– Sí. Yo también te quiero bien despierta en esa conversación –su pulgar comenzó a moverse en círculos flojos en mi espalda baja, mientras que con su otro brazo me rodeaba la cintura, manteniéndome contra su pecho– Sin embargo, tengo curiosidad sobre porqué ahora sí pareces abierta al diálogo.

Evolution ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora