13. Balance.

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No fue hasta minutos después de haber comenzado, cuando me di cuenta de los constantes rebotes de mi zapato contra el suelo. Uno tras otro tras otro, sin descanso. Detuve mi pie en el aire, apenada.

– Lo siento.

Kurt me miró y sacudió la cabeza, como si ni siquiera se hubiera percatado del molesto sonido hasta que lo había mencionado yo. Mentiroso, pero lo apreciaba.

Me pasé la mano por el pelo y exhalé con impaciencia. Luego mis manos comenzaron a jugar entre ellas inconscientemente.

Mis ojos se desviaron poco a poco a la barra de madera al otro lado de la sala, que guardaba el pequeño bar.

– ¿Qué es exactamente lo que te pone tan nerviosa? 

Miré a Kurt.

– ¿No es obvio?

– Solo la situación es obvia. ¿Tienes miedo de la reacción que tendrán? –cuando frunció el ceño, noté que no preguntaba solo por preguntar. Realmente le generaba curiosidad.

– Más bien de la mía. –bajé mis ojos a mis manos, y mi pie comenzó otra vez a rebotar nerviosamente contra la alfombra del suelo.

Una mano mucho más grande apareció en mi campo visual y cubrió las mías.

Mi pie se congeló.

Toda yo me congelé, presa del repentino corrientazo que me había entumecido de pies a cabeza, y que no tenía nada que ver con mi mutación. Ahora la piel de mis manos que estaba en contacto con la suya, hormigueaba.

– ¿Debería ofenderme? 

Aquello fue suficiente para distraerme de las sensaciones hormonales adolescentes. 

– ¿Perdón?

– Te dije esta mañana que jamás permitiré que le hagas daño a nadie, Audrey. Te dije que asumía responsabilidad. Así que, ¿debería ofenderme porque tengas tan poca credibilidad en mi palabra?

Lo miré por un rato... y entrecerré los ojos.

– ... ¿Estás en el club de drama o algo así?

– No estaríamos en un mismo lugar con otras personas si pensara que supondría algún peligro –continuó, ignorando mi comentario–. Ayer causaste un apagón, Audrey. Si no me equivoco, estás cansada y adolorida. A menos que nos arrojen una granada en la cara, dudo que vayas a reaccionar. Incluso entonces, sabría qué hacer.

Eso explicaba la pequeña siesta de tres horas que me había echado accidentalmente después de ducharme. Y porqué subir y bajar las escaleras dolía como el infierno.

De cualquier manera, las palabras de Kurt me tranquilizaron. Pasara lo que pasara, al menos nadie resultaría herido por mi culpa.

– ¿... todo bien, Terrence? ¿Por qué no nos ha llamado tu hermana directamente?

Mamá se detuvo abruptamente en el marco de la entrada a la sala de estar, causando que papá chocara contra ella.

Claro, que la imagen que la había recibido era la de Kurt y yo, sentados uno al lado del otro, mirándonos a los ojos y con su mano encima de las mías. 

Carraspeé y me enderecé. Kurt apartó su mano y se puso de pie.

– Señora Bouffard. Señor Kirchgessner. 

– Tss, Kurt –papá zarandeó una mano en el aire con soltura mientras se acercaba–. Ya te he dicho cientos de veces que me llames Edouard. 

Evolution ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora